Hoja Parroquial

Domingo 22 – C | Ser primeros

Domingo, 31 de agosto del 2025

Una página sin estrenar

Más de una vez, al leer el Evangelio, debo confesarlo, me he pasado esta página por la sencilla razón de que me siento mal al leerla. Yo entiendo que es una página provocativa, revulsiva de todos nuestros esquemas mentales y de nuestros valores, pero es Jesús quien marca esta novedad del Reino: “Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos: porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos…”.

Esto rompe todos nuestros esquemas. Esto rompe todo nuestro estilo de vivir. Esto nos sitúa ante un reto y un desafío enorme. Sin embargo, reconozco que es puro Evangelio, es puro estilo del Reino de Dios. Por eso Santa Teresa de Calcuta me resulta tan interesante y tan evangélica. Ella no discutía si aquellos andrajos humanos que recogía en las calles de Roma y que al anochecer llevaba a su casa allí en San Gregorio, olían y apestaban, sencillamente los llevaba y los lavaba y les daba de comer y les ponía una cama limpia.

Yo esto nunca lo he hecho. Yo nunca he visto a estos invitados en mi mesa. A los más, les llevo un pedazo de pan y algo de queso o unas frutas a la puerta de la casa, pero decir, “entra hermano que estamos almorzando y siéntate con nosotros” nunca lo he visto todavía.

Yo entiendo que aquí Jesús lo que quiere rescatar es más bien el sentido de la gratuidad. “Ellos no podrán invitarte”. Una gratuidad que es la actitud humana y cristiana que más se parece a la de Dios, que es pura gratuidad. Cosa, por otra parte, que tampoco nosotros logramos entender del todo.

Que es un Evangelio exigente, lo es. Que es una exigencia que sería capaz de cambiar el rostro del mundo, lo es. En 1955, estando en la Universidad, pude visitar el Cottolengo de Turín. Toda una tarde allí dentro. Con una población de ocho mil pobres, lisiados, tarados, anormales, algunos recogidos de los basurales y unas monjitas sonrientes que era un encanto mirarles a la cara. Eran puro Evangelio.

¿Nos atreveremos algún día a estrenar esta página del Evangelio? Que hace falta coraje para hacerlo, es indudable. Pero ¿no ha sido esta la actitud de Dios al encarnarse en nuestra condición humana? Que el Señor perdone nuestra falta de riesgo y aumente cada día nuestra fe.

¿Jesús revolucionario?

Nos da miedo decir que el Evangelio es revolucionario y que Jesús fue el mayor revolucionario. Claro que no al estilo en que nosotros estamos acostumbrados, ya que nosotros entendemos por “revolucionario” el incendiario, el amargado y descontento de todo y el que todo lo destruye, aunque luego no sepa cómo construir.

Yo pienso que la verdadera revolución no es el golpe de Estado, ni las armas. La verdadera revolución es la de las ideas, la del cambio de mentalidad, la del cambia de actitudes. Ahí, nadie podrá decir que Jesús no fue revolucionario. Revolucionó la ley, el templo. Revolucionó el respeto a la dignidad de las personas.

Claro que nosotros preferimos ser más suaves y, en vez de “revolución” que nos suena mal por las experiencias dolorosas que tenemos, preferimos hablar de “cambio”. Bueno, quedémonos con el cambio, pero siempre y cuando cambiemos de verdad.

¿Acaso el Evangelio de hoy no significa un cambio radical de conceptos, de valores, de mentalidades y de cultura? Implica todo un cambio a nuestros modos de actuar y a nuestros modos de comportarnos frente a los hombres. Por tanto, implica un cambio de actitud en nuestro modo de valorar nuestras relaciones con los demás, donde el hombre en sí mismo está concebido por encima de sus condicionamientos sociales, económicos, culturales, color y raza.

Muchas “revoluciones” han pretendido la igualdad de todos, pero todo quedó en proyecto económico que nunca llegó a realizarse y no se realizó, sencillamente, porque todos seguimos con la misma mentalidad frente a la dignidad de las personas.

Nos escandalizamos de Dios

Ni Dios se salva.
Ni Dios se salva de nuestras críticas, de nuestras murmuraciones, de nuestras quejas e insatisfacciones.

Si Dios se nos manifiesta en su grandeza, le criticamos porque “nos aplasta”.
Si Dios se rebaja, se encarna, le criticamos “por hacerse tan poca cosa”.
Si Dios no nos regala el trigo para que comamos pan, decimos que no escucha nuestras oraciones.
Si Dios se hace Él mismo pan para que comamos todos, no le creemos.
Si nos sentimos pecadores, tenemos miedo a que Dios nos condene.
Si Dios nos ofrece la posibilidad de ser santos, pensamos que eso no es para nosotros.
Si Dios nos pide que nos convirtamos del pecado y seamos libres de verdad, lo vemos como un Dios enemigo de las satisfacciones humanas.
Si Dios nos ofrece el don de su gracia que nos hace santos, decimos que eso es un excesivo espiritualismo, que la vida tiene que ser más realista.

El caso es que con Dios nos sucede algo parecido a lo que acontece entre nosotros. Nadie murmura del otro en su presencia, lo hacemos siempre en su ausencia.

Con Dios pasa algo parecido. No le contamos nuestros malestares a Él mismo, delante de Él callamos. Pero cuando Él no está y nos sentimos a solas de Él, entonces nos desahogamos con nuestras chismografías contra Él. Si no nos da pan, porque no nos lo da. Y si nos lo da, pues porque nos da un pan que no responde a nuestros gustos y paladar.

Entrañas de misericordia

“Señor, si yo tuviera entrañas de misericordia:
Saldría de mi casa para encontrarme con los necesitados;
De mi apatía, para ayudar a los que sufren;
De mis caprichos, para socorrer a los hambrientos;
De mi actitud crítica, para comprender a los que falla;
De mi suficiencia, para estar con quienes no valen;
De mis prisas, para dar un poco de mi tiempo a los abandonados;
De mis seguridades, para acompañar a los que viven perseguidos;
De mi pereza, para socorrer a quienes están cansados de gritar;
De mi burguesía, para compartir con los pobres.

Señor, si yo tuviera entrañas de misericordia:
Aprovecharía mi experiencia para ayudar a los equivocados;
Mi ternura, para acoger a emigrantes y niños;
Mi salud, para acompañar a los enfermos y ancianos;
Mi ciencia, para orientar a los perdidos;
Mi responsabilidad, para cuidad a los abandonados;
Mi rectitud, para buscar a los pródigos;
Mi paz interior, para reconciliar a los enemigos;
Mi amor, para acoger a los desengañados;
Mi oración, para hacerme más hijo y más hermano;
Mi vida, para darla a quien la necesita.”
(Vida Religiosa, abril 2006)

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