Hoja Parroquial

Domingo 28 – C | Agradecer

Domingo, 12 de octubre del 2025

La rara virtud del agradecimiento

Tanto hablamos de nuestros derechos que ya nos hemos hecho a la idea de que todo nos lo tienen que dar y que, por tanto, no tenemos nada que agradecer a los demás. Son nuestros derechos. ¿Por qué ser agradecidos a lo que nos corresponde?

Esto lo trasladamos fácilmente al mismo Dios. Nos sentimos sujetos de derechos frente a Él. Nos cansamos de pedir, pero nos olvidamos de agradecer. Jesús cura a diez leprosos que se lo habían pedido. Cuando van de camino y se sienten limpios de la lepra, nueve siguen para adelante, sólo uno regresa “alabando a Dios a grandes gritos y se echó a los pies de Jesús, dándole gracias”. Hasta el mismo Jesús se siente extrañado: “¿Qué pasó con los otros nueve?” Y para colmo el que regresa agradecido es un “samaritano”. Lo de siempre, “los buenos nos sentimos con derechos ante Dios y por eso no tenemos nada que agradecerle”.

El agradecimiento revela la nobleza del corazón. El agradecimiento manifiesta el reconocimiento de los dones recibidos y es, a la vez, el reconocimiento de la bondad del corazón que nos regala algo.

Yo recuerdo que cuando era niño y me daban algo, la abuela inmediatamente me llamaba la atención: “¿Y qué se dice?”. “Ah, ¡gracias, señor!”. Enseñar a agradecer y ser agradecidos creo que es algo que estamos olvidando. Nos creemos tan llenos de derechos que los favores que nos hacen parecen ser más por méritos propios que por la generosidad del donante.

En nuestra oración hay mucho de petición, hay mucho de mendicidad, pero hay poco de agradecimiento. Todos los días celebro la Misa por cantidad de intenciones. Sólo de cuando en vez celebro alguna encargada para dar gracias a Dios o a algún santo de nuestra devoción.

Sin embargo, en la mejor oración de la Iglesia, que es la Misa, es fundamentalmente una oración de acción de gracias. Nosotros participamos en ella, más que para agradecer y dar gracias, para exigir y pedir favores. Si aplicamos las matemáticas al Evangelio de hoy habría que decir que sólo un diez por ciento regresa a Dios para agradecerle. No solo debiéramos agradecerle los grandes favores, sino todo ese mundo de gracia y de dones que nos regala cada día.

Ser agradecido es nobleza de corazón, es reconocimiento del don recibido y es reconocimiento de aquel que nos lo ha dado. Ser agradecidos implica bondad de corazón y honestidad.

“Alabar a Dios a grandes gritos”

Este hombre debió de sentirse tan feliz al verse curado de lepra que saltó de alegría y echó a correr gritando las glorias y alabanzas al Dios que le había sanado. Es que el grito sólo brota de una gran alegría. El grito solo brota de una gran emoción. Con frecuencia leemos en el Evangelio esa oración “del grito”. “Y él gritaba más”, se dice del ciego de Jericó.

La alabanza es la primera oración que debiera brotar de nuestro corazón hacia Dios porque la alabanza es el reconocimiento de la bondad de Dios, de la grandeza de Dios, de lo maravilloso que es Dios. En esto tenemos que reconocer que el Movimiento de Renovación Carismática nos ha devuelto un poco la oración de la alabanza.

Con frecuencia, en la Misa cuando cantamos el Santo dejamos al coro solo. ¿Será que los demás no tenemos de qué alabar a Dios? En las Misas no cantadas el sacerdote nos invita y “llenos de alegría digamos: Santo, Santo, Santo…”, pero tristemente solo se escucha la voz del cura. Yo me imagino que también lo dirán tan bajito que ni ellos mismos se escuchan. Siento pena porque le digo: “Señor, ¿tú has escuchado algo? Porque yo solo escucho mi voz y el silencio del resto”. Es un momento de alabanza, de glorificación y de reconocimiento de la santidad de Dios, ¡pero tan bajito que diera la impresión de que no lo creemos!

Debiéramos cultivar más la oración de acción de gracias y la oración de la alabanza. Es posible que nuestra oración fuese más alegre, más festiva, más cristiana. Creo que con ello evitaríamos el que la gente nos tenga por aburridos, cuando debiera tenernos por los seres más alegres de la tierra.

Caminos de agradecimiento

¿Cómo agradecer el don de la vida?
Viviéndola plenamente.
¿Cómo agradecer el don de la libertad?
Saliendo de toda esclavitud.
¿Cómo agradecer el don de la inteligencia?
Buscando siempre la verdad.
¿Cómo agradecer el don de amar?
Poniéndote al servicio de todos.

¿Cómo agradecer el don de la familia?
Convirtiéndola en un nido de amor, respeto por todos.
¿Cómo agradecer el don de tu esposa?
Amándola y haciéndola feliz.
¿Cómo agradecer el don de tu esposo?
Amándolo y haciéndole sentirse feliz a tu lado.
¿Cómo agradecer el don de los hijos?
Ayudándoles a crecer y a ser ellos mismos.
¿Cómo agradecer el don de los padres?
Amándolos, ayudándoles y respetándoles.

¿Cómo agradecer el don de tus amigos?
Regalándoles tu amistad y valorándolos.
¿Cómo agradecer el don de la Iglesia?
Sintiéndote miembro vivo de la misma.
¿Cómo agradecer el don del pan de cada día?
Compartiéndolo con el que no tiene.

¿Cómo agradecer el don del perdón del Señor?
Con una verdadera conversión.
¿Cómo agradecer el don de la comunión de cada día?
Haciéndote comunión con todos.
¿Cómo agradecer el don del trabajo?
Trabajando con dignidad y honradez.
¿Cómo agradecer el don del agua?
No desperdiciándola para que llegue también a otros.

¿Cómo agradecer el don de la fe?
Haciéndola vida en tu vida y compartiéndola.

No perder nunca la esperanza

Hay un relato africano bellísimo. Se dice que hacía meses que no llovía. La sequía iba agostando los campos. Los animales se morían de sed. Los árboles se secaban. El desierto lo iba dominando todo.

De repente, descubrieron un pequeño manantial. También estaba amenazado de muerte, porque se caudal era cada día más pequeño. El mismo entró en desaliento. “¿Qué puedo solucionar yo en medio de este inmenso desierto? Al fin yo mismo terminaré seco”.

De pronto se escuchó una voz como de brisa suave. “¿Estás desesperado porque no puedes salvar a nadie?”. Era una pequeña flor que había supervivido muy cerca del manantial.

“Tú, le dice, eres aquí la última fuente que queda. De ninguna manera te puedes dejar morir. Tampoco tú sola podrás reverdecer el desierto todo. Esto es verdad. Pero, escúchame bien. Tú puedes salvarme a mí. También yo soy la última flor que queda. Si tú con tu agua me mantienes con vida, podré todavía seguir floreciendo. Tal vez, los dos no podamos sobrevivir a esta tremenda sequía. Pero mis semillas podrán madurar y permanecerán en la tierra y esperarán hasta que algún día vuelva la lluvia. Entonces ellas volverán a la vida y podrán llenar de vida el desierto”. (Cuento africano: Krankenbrief, dic.2003. Citado en Selecciones de Teología, 169 (2004) vol. 43, pág.62)

Las crisis pueden ser grandes, pero siempre queda un resquicio a la esperanza. Puede que no sea sino un pequeño manantial a punto de morirse y una flor llena de semillas. Alguien tiene que quedarse vivo para que las semillas maduren. Alguien tiene que resistir para que las semillas no se mueran. Mientras queden semillas, siempre quedará la esperanza de que el desierto volverá a florecer.

Lo difícil es que esa mínima esperanza de vida resista a la sequía de las crisis. Uno sólo que superviva será la posibilidad de una esperanza que no muere. ¿Quieres tú ser el pequeño manantial que resiste para que una flor nos regale sus semillas? Donde quedan semillas, la esperanza no muere. ¿Quieres tú ser una de esas semillas?

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