Hoja Parroquial

Domingo 26 – C | Migajas e indiferencia

Domingo, 28 de setiembre del 2025

Solo los divide un portal

Es tremendo lo que puede hacer un portal. Por dentro, alguien que lo pasa fenomenal; por fuera, alguien que vive tirado en la calle con su miseria y su enfermedad. Por dentro, alguien que “banquetea espléndidamente”; por fuera, un pobre mendigo que no tiene nada y sólo desea saciarse de las migajas que caen de la mesa del rico.

Dos historias:
La historia del que está dentro y la historia del que está al otro lado del portal.
Dos vidas divididas solo por un portal.
Un portal que sirve para dividir.
Un portal que puede abrirse y realizar un encuentro.

Con frecuencia pasa eso. El muro que nos divide y separa no es tan grande. Basta un simple portal para que cada uno viva su propia vida y nadie se entere de la vida del otro. Lo peor es que un simple portal nos hace insensibles a la vida y a la realidad del otro.

En un mundo como el nuestro, el mundo de las comunicaciones, vivimos tan distanciados que nadie se entera y nadie se preocupa de lo que sucede en la vida del otro. Todas las noticias nos vienen de lejos. Es curioso, las comunicaciones nos ponen en relación con los de lejos, pero nos alejan y distancian de los de cerca. Sabemos los que pasa en China y en la India, pero no sabemos lo que sucede en el piso de arriba o en el de abajo. Sabemos lo que pasa en el África, pero no sabemos lo que acontece, pared de por medio, con nuestros vecinos.

Lo curioso resulta ser lo del portal. Una puerta que se cierra y que, también, se abre. Una puerta que impide entrar y que, con solo abrirla, es puerta de entrada. Así es nuestra realidad.

No es mucho lo que nos divide, pero es suficiente para que cada uno viva su vida y no se interese por la vida de los demás. Este rico no es condenado por ser rico, ni siquiera por vivir espléndidamente, es condenado por no ver lo que acontece al otro lado de la puerta de su casa, es condenado por su insensibilidad y no ser capaz de compartir, no su mesa, sino las migajas que caen de la mesa.

Se trata del pecado de no ver. El pecado de la insensibilidad. El pecado de la indiferencia. Hay en el Evangelio una frase que a mí siempre me ha puesto la piel de gallina: “No os conozco”. Es tal vez el mejor símbolo de esa indiferencia que nos divide y nos separa y distancia, no conocernos.

No estamos separados ni por el Atlántico ni por el Pacífico, estamos separados por un portal. A un lado la riqueza abundante, al otro lado la miseria que ansía nuestras migajas. El portal de la indiferencia que nos impide vernos y reconocernos.

La indiferencia

¿Alguna vez te has confesado de sentirte indiferente ante los demás? La indiferencia significa que los demás no hacen vibrar tus sentimientos, que los demás no te interesan ni importan.

Dos mujeres comentaban entre sí sus relaciones con sus maridos. Una decía: “Siento odio por mi esposo”. A lo que la otra respondió: “Dichosa tú que aún sientes odio, porque eso significa que aún te interesa. En cuanto a mí ya no siento nada por él, ni siquiera lo odio”. La indiferencia es el final del camino de dos que se amaron y ya no se aman, es cuando el amor está muerto.

La indiferencia me deja impasible frente a los demás.
La indiferencia es la manera de matar el otro en nuestro corazón.
La indiferencia es la manera que tenemos de decir que los otros ya no son importantes para nosotros.
La indiferencia frente a los demás, se parece a esos aparatos de las clínicas que miden lo latidos del corazón y las reacciones cerebrales, cuando el médico dice que el paciente ya no tiene reacciones quiere decir que ya está muerto cerebralmente.

Por la indiferencia, el problema de los demás no me interesa nada.
Por la indiferencia, las necesidades de los demás no me afectan en lo más mínimo.

Por la indiferencia, el hambre de los demás no afecta a mi estómago ni a mi bolsillo. La indiferencia se parece a aquella terrible frase de Jesús cuando dice: “No sé quiénes sois, no os conozco”.

La nueva primavera de la Iglesia

La frase es de San Juan Pablo II que viendo cómo la Iglesia se está poblando de nuevos carismas y de nuevos grupos de oración, llamó a este fenómeno del Espíritu “nueva primavera de la Iglesia”.

La Iglesia atraviesa también sus inviernos. Tiempos de frío espiritual. Tiempos en los que se le caen las hojas y se presenta con una serie de signos de muerte.

Lo que nosotros entendemos por muerte, con frecuencia, es tiempo de maduración, de fecundación, de gestación para la Iglesia.

Esos momentos de muerte, más de una vez, son momentos en los que la Iglesia tiene que bajar a sus raíces, reencontrarse con ella misma, y comenzar a experimentar una nueva savia.

Primavera de la Iglesia: cuando la Iglesia comienza a configurarse más con Cristo.
Primavera de la Iglesia: cuando la Iglesia comienza a mirarse más en sus raíces.
Primavera de la Iglesia: cuando se renueva en su Liturgia.
Primavera de la Iglesia: cuando surgen grupos en torno a la Palabra de Dios.
Primavera de la Iglesia: cuando surgen grupos que se reúnen para orar juntos.
Primavera de la Iglesia: cuando se despierta el sentido y vocación misionera.
Primavera de la Iglesia: cuando se despiertan los diversos carismas.
Primavera de la Iglesia: cuando comienzan a florecer las nuevas vocaciones.

Hay muchos que sólo ven el invierno de la Iglesia, lo negativo de la Iglesia. Tampoco faltamos quienes, aún en medio del frío del invierno social, por el que atraviesa la Iglesia, descubrimos esos nuevos brotes de primavera, que anuncian nuevas ramas, nuevas flores y nuevos frutos.

El invierno purifica a la Iglesia de falsas imágenes, de falsas estimas y manifestaciones. La primavera de la Iglesia es el amanecer de Dios en ella que nos dice que “lo que parecía muerte, no era sino vida recluida a sus raíces”, que el invierno estaba en las ramas, y que la vida estaba honda y profunda.

Mis hijos son muy sanos

En uno de los barrios de la ciudad se reunieron los vecinos para plantearse el problema del ambiente en el que vivían sus hijos. Se vendía y se consumía drogas y alcohol hasta altas horas de la madrugada. Entonces decidieron que algo debían hacer. Todos estaban de acuerdo, menos un señor que decía que ese es asunto no era asunto suyo que sus hijos son muy sanos y no están metidos en eso. Pasó el tiempo y uno de sus hijos cayó en una redada de drogadictos.

Pensamos que como el problema no es nuestro no tenemos por qué hacer nada y olvidamos que nuestros hijos también viven en ese ambiente y que, pese a la buena formación que les hemos dado, pueden sucumbir a la presión de los demás.

Los problemas de los demás terminan siendo también nuestros problemas. Hacernos indiferentes a los problemas de los demás es no saber prevenir el problema de nuestros hijos.

No vivimos como islas, menos todavía los jóvenes. Los jóvenes tienen que vivir en grupos. El grupo termina por imponer sus condiciones si uno quiere pertenecer a él. Si te niegas a sus criterios, termina excluyéndote. Este es el gran problema de los nuestros hijos. Son buenos, no lo dudamos, pero la fuerza del grupo termina imponiéndose. Por eso no basta que tus hijos sean buenos, hay que sanear el ambiente para que luego no sean absorbidos por él.

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