Domingo, 9 de noviembre del 2025
“No es Dios de muertos, sino de vivos”

Uno se siente tentado a pensar que Dios es un Dios de muertos más que de vivos. Un amigo mío dirigía una cofradía que tenía una misa de cofrades al mes. Cuando algún cofrade había muerto, la misa se aplicaba por él. Ese día se llenaba la Iglesia. Si no había algún “muertito”, las cuatro viejas de siempre. Un día en su homilía les dijo: “Me he convencido de que todos ustedes son luteranos, porque sólo vienen cuando están de luto”.
¿No será también esto lo que nos sucede a muchos de nosotros? Los domingos brillamos por nuestra ausencia en la Misa, pero cuando hay una misa por un difunto la iglesia se llena. ¿Será que el Dios de nuestra fe es solo para misas de difuntos y, a lo más, misas de bodas?
El Dios de nuestra fe es, en primer lugar, un Dios vivo y, como tal, también es un Dios para la vida, un Dios para vivir. No es un Dios para después de la muerte.
Está bien que los muertos nos ayuden a pensar en Dios, está bien que nosotros recordemos a nuestros difuntos para pedirle a Dios por ellos, pero no podemos quedarnos con el “Dios de los muertos”, necesitamos el “Dios de los vivos”. El Dios que nos ayuda a vivir mejor. El Dios que tiene que hacerse vida en nuestras vidas.
Vivir una vida sin Dios para luego pretender un Dios para después de la muerte puede ser un juego peligroso. Es algo parecido a aquel que recibe una gran herencia después que ha muerto.
Me suelen causar un poco de risa todos esos monumentos a los que ya no están con nosotros. ¿Son homenaje a ellos? ¿Son un orgullo para nosotros? Muchas flores en las tumbas, acaso nos hemos olvidado de ofrecerles una flor en vida.
Por eso alguien escribió: “Las flores regálalas en vida, mientras las pueden ver y disfrutar de ellas, y no luego que han muerto que ya no las podrán ver”. No les declaremos hombres ilustres luego que se han ido, hagámosles sentir nuestro agradecimiento y admiración mientras viven.
Dios es para después de la muerte, claro que sí, pero primero es un Dios para la vida, es un Dios de vivos, es un Dios que nos hace vivir y que vive en nosotros y nosotros ya vivimos en Él.
La vida eterna no comienza después de la muerte. La vida eterna comienza ya ahora en nuestras vidas. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna”. No podemos esperar el más allá para tener la vida de Dios en nosotros.
¿Reencarnación o Resurrección?

Desde luego debo confesar que no es fácil entender el corazón humano. Mientras Dios nos ofrece el don maravilloso de la Resurrección, nosotros preferimos seguir pensando en esas peregrinas teorías de la reencarnación.
Preferimos darle fe al filósofo Platón, en vez de darle fe a Dios.
Preferimos volver una y mil veces a nuestra vida de la que tanto protestamos, en vez de aceptar la maravillosa transformación de resucitar nuevos en la nueva vida de Dios.
Cuando la fe se debilita, necesitamos recurrir a exóticas teorías.
En el fondo, estamos reconociendo que, de alguna manera, estamos necesitados de superar el misterio de la muerte. Para ello, Dios nos ofrece la maravilla de poder resucitar; pero, por eso de no querer reconocer nuestra fe en Dios, preferimos el eterno retorno de la reencarnación.
Todo, pienso yo, por no decir que nosotros creemos y tenemos fe en Dios y en la religión y en el Evangelio. Si la Resurrección resulta un misterio, más misteriosa resulta la reencarnación. En todo caso, una solución mucho más pobre y vulgar que decir “resucitaré” nuevo en la novedad de Dios.
Tal vez, lo más curioso es que muchos que se dicen creyentes y confiesan en el Credo la Resurrección de los muertos, luego viven un subconsciente reencarnacionista. De todos modos, amigos, que cada uno crea lo que le dé la gana, pero yo prefiero darle crédito a Jesús que me dice “y yo lo resucitaré”. ¿Usted qué prefiere?
¿Cómo es el cielo?

La verdad que ninguno tiene la experiencia para decir cómo es el cielo. Sólo sabemos una cosa, que el cielo es el goce y nuestra realización en Dios, nuestra contemplación de Dios.
Sin embargo, son muchos los que se imaginan el cielo como un mundo mejor que el nuestro. Esa era el pensamiento de los saduceos que no creían en la Resurrección y, simplemente, se imaginaban que después de la muerte iríamos a un mundo donde haríamos lo que hacemos ahora, pero donde habría más felicidad.
A veces pienso que muchos cristianos tienen bastante de saduceos. ¿No dicen por ahí que “el cielo y el infierno están en la tierra”? Son incapaces de trascender la realidad terrena y se quedan siempre encerrados en este pequeño mundo, como si las satisfacciones de este mundo fuesen suficientes para llenar las aspiraciones del corazón humano.
El cielo será la plenitud de la filiación divina de cada uno de nosotros; por tanto, la plenitud de la familia de Dios. Jesús dijo en la Ultima Cena: “Que aquellos que me diste estén donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste antes de la creación del mundo”. Es decir, estar metidos en el misterio trinitario de Dios, viviendo y contemplando la gloria trinitaria.
Algunos están preocupados si en el cielo podremos ver a los amigos, a la esposa, a los padres, hijos, etc. Yo creo que allí nos veremos todos, pero que nosotros no somos el cielo para nadie. El cielo es Dios para todos.
El buen humor es bueno para la salud

A las lágrimas las condimentamos con la sonrisa y a la sonrisa la enriquecemos con el buen humor. Muchas veces me he preguntado si Dios no será el mejor humorista. ¿No es acaso Él la mejor alegría y la mejor sonrisa? Por tanto, Dios debe tener un humor estupendo.
¿No recuerdas el humor de Tomás Moro cuando le van a degollar y le pide al encargado que tenga mucho cuidado cuando le dé el hachazo en el cuello para que no le estropee su maravillosa cabellera? ¿No es buen humor lo que nos cuentan de San Lorenzo cuando asado en la parrilla pide a sus verdugos que le den la vuelta porque por ese lado ya está bien asadito?
El buen humor es la alegría que se trasciende a sí misma. Yo pienso que el humor tiene mucho hasta de biológico, es como la alegría de la sangre, la alegría del sistema nervioso, la alegría de los humores que recorren nuestro cuerpo como especies de corrientes sanguíneas. El buen humor no sólo manifiesta la alegría que uno siente por dentro, sino que es la alegría compartida con los de afuera. El buen humor hace alegre la convivencia, hace festiva la celebración, hace gozoso el encuentro.
El primer signo de Jesús, según San Juan, fue precisamente para despertar la alegría y el buen humor. María lo percibió: “Oye, Hijo, no ves que la fiesta está apagada, aquí no hay alegría, no hay humor. Se les acabó el vino. Esta gente necesita de la fiesta. Haz algo por ellos”. Hasta Jesús entró en ese juego del humor y de la fiesta. ¿Alguien se imagina seiscientos litros de buen vino? Aquello era para que bailasen hasta los viejos.
¿No estaremos necesitando de una oración con un poco más de humor? ¿No se sentiría Dios muy feliz contemplando nuestro buen humor mientras hablamos con Él? ¿No estará Dios demasiado aburrido de nuestras oraciones demasiado serias y hasta tristonas? Si Dios es vida, si Dios es gracia, si Dios es alegría, por favor, Dios también es humor. Dios tiene tan buen humor que hasta Él mismo nos pone el vino para que la fiesta no se venga abajo.



