Domingo, 23 de marzo del 2025
No somos muy diferentes

De ordinario, siempre solemos que pensar que los malos “son los otros”. Claro, es una manera de sentirse uno mejor o al menos bueno. A Jesús le fueron con el cuento de los galileos a quienes Pilato ordenó matar, era un poco como decirle a Jesús: “Bueno, ¿y tú qué dices o piensas de ellos que eran tan galileos como tú?”. Pero Jesús no se queda con el recuerdo de la culpabilidad de los demás e inmediatamente los cuestiona a todos ellos: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así?”. Aquellos otros a quienes aplastó la torre de Silé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? “Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”.
Siempre es más fácil ver el pecado en los demás y cuesta sentirnos que tampoco nosotros somos muy diferentes del resto. No podemos ignorar el pecado de los demás, pero el pecado de los otros no puede hacernos olvidar los nuestros.
Cómo es responsabilizar a los demás y así evitarnos a nosotros mismos nuestra propia responsabilidad. En realidad, nadie tiene derecho a lavarse las manos. Todos somos responsables de todo y de todos porque también los buenos tienen su parte de responsabilidad de los pecados de los demás. Si nosotros fuésemos mejores es posible que los otros no fueran tan malos como creemos.
Además, ¿qué sacamos con responsabilizar siempre a los demás? Con lamentar lo mal que anda el mundo, no lo arreglamos. Con lamentar lo mal que anda el tráfico, no solucionamos el problema.
Me viene a la mente la conversación de aquellos dos viejos. Uno de ellos se lamentaba cómo hoy todo el mundo miente, que no se puede ya creer en nadie. El otro, que lo escuchaba atento, le responde: ¿Y qué te parece si desde hoy, tú y yo dejamos de mentir y ya quedan dos menos?
Cuando uno es sincero y mira su propio corazón termina dándose cuenta que no es distinto al corazón de los demás. Cuando uno mira su propia vida termina convenciéndose de que es bien poco distinta al resto. No hay mejor respuesta a los malos, que son los otros, que nuestra propia conversión. No hay mejor solución a la maldad de los demás, que la bondad de nuestros corazones. Jesús tiene dos frases en el Evangelio sobre esto: “Si no sois mejores que ellos” y “si no os convertís pereceréis de la misma manera”.
Por mucho que nos creamos, los hombres somos bien iguales o parecidos. Nuestros corazones llevan las mismas luchas, las mismas dudas como también las mismas seguridades. Que el mal que hay fuera nos empuje no a hacer lo mismo, sino a cambiar.
Pero Dios espera

Algo que nosotros no sabemos hacer. Esperar, es para nosotros, “desesperar”. Ya nos hemos olvidado de esperar. Todo lo queremos al instante. Apretar el botón y que salga ya el premio. Por eso llevamos dentro tanta angustia, no sabemos dar tiempo al tiempo.
Ahí está la diferencia con Dios.
Dios no tiene prisas esperándonos.
Dios no tiene prisas esperando nuestros frutos de santidad.
Dios no tiene prisas esperando que algún le digamos un “sí” de verdad.
Es que el tiempo de Dios es la eternidad, mientras que nosotros vivimos esclavos del reloj.
Saber esperar que nuestro matrimonio mejorará.
Saber esperar que nuestros hijos cambiarán.
Saber esperar que algún día conseguiremos trabajo.
Saber esperar que algún día seremos más felices.
Las prisas hacen más dolorosa la situación del presente.
Las prisas hacen que perdamos la esperanza.
Las prisas hacen que no veamos el futuro.
Las prisas hacen tan larga la noche que nunca llega el amanecer.
“Señor, déjala todavía un año; yo cavaré alrededor, le echaré estiércol, a ver si da fruto”. Cada uno es esa “higuera de Dios” sin frutos y a la que Dios esperará un año más. Me pregunto cuántos años lleva ya esperándome. Lo único que me consuela es que el año de Dios no tiene trescientos sesenta y cinco días, sino que el año de Dios es toda mi vida. Por eso no pierdo la esperanza que algún día mi corazón cambiará de verdad.
De apariencias no se vive, se engaña

La higuera estaba frondosa. Pero no tenía frutos.
La higuera estaba verde y hermosa. Pero no daba higos.
La apariencia era buena. Pero sólo eso “apariencia”.
Hace unos días, alguien me dijo: “¡Qué bien que se te ve!”
Y en ese momento estaba con las úlceras estomacales que me ardían.
Mi respuesta fue muy sencilla: mi problema no está en lo que se ve, sino en lo que no se ve.
Nuestro problema no está en lo que aparentamos, sino en lo que no somos.
Nuestro problema no está en nuestra apariencia, sino en nuestros vacíos.
Nuestro problema no está en lo que aparentamos ser, sino en lo que realmente dejamos de ser.
Nuestro problema no está en lo que dicen de nosotros los demás, sino en lo que nosotros conocemos por dentro.
Nuestro problema no está en lo que otros piensen, sino en lo que nosotros sabemos de nosotros mismos.
No en vano, la sabiduría popular dice que “las apariencias engañan”. Tal vez mejor si dijésemos que “las apariencias mienten”. Y con frecuencia mienten a los de afuera. Y terminan convenciéndonos a los de dentro de nuestra propia mentira. Las apariencias mienten a los de afuera y engañan a los de dentro. Es preferible ser aunque no aparentemos, que aparentar y no ser. Mejor si somos y lo decimos con nuestra apariencia. El Espíritu no vive de siliconas.
Las apariencia pueden ser útil para engañar un momento. Pero ¿se podrá pasar la vida entera mintiendo? ¿No será demasiado engaño y demasiada mentira? Y sobre todo, ¿seremos capaces de soportar todo una vida nuestra mentira?
Educar desde la vida

Una de las cosas que más maravilla en la pedagogía de Jesús es que habla a la gente desde las realidades simples y sencillas de la vida. La gente no siempre entiende de grandes ideas, pero entiende la vida y entiende las cosas de la vida. ¿Quién no tiene la experiencia de una higuera o de un árbol plantado en el jardín y que está bonito pero no da frutos? Pues Jesús aprovecha el caso de una simple higuera para demostrar que no basta ser creyente si no damos frutos de fe. Que no basta ser cristiano, si no damos frutos de cristianos. Que no basta estar en la Iglesia, si no damos frutos eclesiales.
A los niños les damos demasiadas ideas. ¿No podríamos utilizar esas pequeñas realidades de vida para irles enseñando a conocer a Dios? En casi todas las casas suele haber plantas de flores en el jardín o simplemente en tiestos. Y eso lo ve el niño y le gustan las flores. ¿No se les podía enseñar a los hijos a ver a Dios en la belleza de esas flores? Si no dan flores para enseñarles que también ellos tienen que florecer estudiando, yendo a la catequesis, comulgando. O cuando podamos esa plantita explicarles que a veces es necesario cortar las ramitas para que brote mejor y que también nosotros necesitamos de ciertas prohibiciones que no son para mutilarnos, sino para que tengamos más fuerza y más vida.
Se trata de la pedagogía de la vida. La vida nos habla de Dios y Dios nos habla de la vida. Además, así unimos nuestra fe con la vida, en vez de esas actitudes desdobladas: la fe por un camino y la vida por otro. Ese es uno de nuestros grandes problemas. Algo así como si la fe fuese para la Iglesia y luego la vida fuera otra cosa. Mucho depende, en realidad, de la manera que hemos tenido de enseñar y aprender las cosas de la fe. Por eso, lo mejor es educar la fe desde la vida para que vivamos la vida desde la fe.