Domingo, 19 de enero del 2025
La Epifanía del vino

En los misterios del Rosario, “Misterios Luminosos”, en el segundo misterio aparecen las Bodas de Caná. No es de extrañar que en el Evangelio de Juan, la vida pública de Jesús comience no precisamente en el desierto como Juan, sino con un Jesús participando de una boda y que el primer gesto simbólico de Jesús sea precisamente la conversión del “agua en vino”. Como todo el Evangelio de Juan se trata de un símbolo y un símbolo festivo, signo de la novedad del anuncio del Reino y símbolo del sentido y la alegría de la fe.
José Luís Martín Descalzo escribe, siempre con esa intuición del detalle: “La vida pública de Jesús comienza con una fiesta porque el anuncio de la buena nueva sólo puede empezar con el estallido de la alegría. Cristo no puede presentarse entre los hombres como un aguafiestas que viene a rebajar el vino de la alegría humana. Él trae el vino mejor, no una tinaja de aburrimiento”.
Primero fue la Epifanía de Jesús a los Magos en Belén, la segunda Epifanía fue el Bautismo de Jesús, y la tercera Epifanía se da en la fiesta de las Bodas de una pareja desconocida en una aldea llamada Caná. En la Epifanía de los Magos, Jesús se revela como el Dios para todos los pueblos. En la Epifanía del Bautismo, Jesús se revela como el que abre los cielos y hace escuchar la voz del Padre y la presencia del Espíritu Santo. Ahora, en esta Epifanía de Caná, Jesús se revela y manifiesta como la alegría, la fiesta de la Buena Noticia del Reino de Dios, la Buena Noticia de la alegría de la fe y del seguimiento.
Esta Epifanía es la muchos cristianos solemos olvidar. Preferimos una fe cargada de seriedad y amargura y dolor de estómago y nos olvidamos de que la fe es la que nos abre al gozo y a la alegría que nace de Dios.
Seis tinajas vacías. Seis tinajas llenas de agua. Seis tinajas convertidas en el “mejor vino”. Muchos seguimos todavía prefiriendo ser tinajas vacías o tinajas llenas de agua y no nos acostumbramos a esas tinajas llenas de vino olvidándonos que el “vino alegra el corazón”.
El cristianismo no es la religión de la tristeza, ni la fe es el símbolo de la amargura. El cristianismo está llamado a ser Buena Noticia, a ser fiesta, a expresarse en la alegría festiva del buen vino. Para que no nos queden dudas, ahí tenemos presentes a Jesús, a María y a los Discípulos y ahí tenemos a una pareja en apuros a la que Jesús devuelve la alegría de la boda.
“Haced lo que Él os diga”

En las pocas veces que María aparece en el Evangelio, nos muestra el camino del seguimiento y de la fidelidad a la fe. Creer en Jesús, seguir a Jesús y hacer “lo que Él os diga”.
Para ser verdaderos cristianos no tenemos nada que inventar, ya todo lo inventó Jesús por nosotros. Por eso mismo, ser cristiano no es hacer “lo que a mí me parece” o, simplemente, “lo que todos hacen”, sino lo que “Él os diga”.
No se trata de creer como yo pienso, sino como “Él nos dice”.
No se trata de vivir como a mí me interesa, sino como “Él nos dice”.
No se trata de amar como nosotros pensamos, sino como “Él nos dice”.
No se trata de rezar como a nos nosotros nos viene en gana, sino como “Él nos dice”.
No se trata de sufrir como quien lo aguanta todo, sino como “Él nos dice”.
No se trata de casarnos como hoy se lleva, sino como “Él nos dice”.
El gran punto de referencia de nuestras vidas y de nuestras actitudes y conducta no es lo que nosotros decimos o lo que dicen los demás, sino qué nos dice Jesús.
Yo puedo pensar como me da la gana, pero si quiero vivir en la verdad tengo que preguntarme qué dice Jesús.
Porque sólo cuando hacemos lo que Él nos dice, aunque a veces pueda parecernos un tanto ridículo, es la única manera de que las tinajas vacías de nuestras vidas se llenen de agua y se conviertan en “el mejor vino de la fiesta”.
El mejor cristiano no es aquel que nos gana la partida como amargado, sino aquel que es capaz de alegrar más la vida y ponerle fiesta a la vida. La seriedad y las caras de tranca van bien para los amargados, pero para los que creemos solo nos sirve la alegría de la fiesta. La fiesta de la fe. La fiesta de la Misa. La fiesta de la confesión. La fiesta de la Confirmación. La fiesta del matrimonio. La fiesta de la Ordenación sacerdotal. La fiesta de la Unción de los Enfermos.
De la religión de la fe a la religión de la fiesta

Toda la experiencia religiosa del Antiguo Testamento estaba centrada en el acontecimiento de la Alianza. Por tanto caracterizada, como aparece claramente en los profetas, por la idea de la boda, del matrimonio.
Jesús es invitado a participar en esa alianza, en esa boda, en ese matrimonio, y hace también esa experiencia, pero no se siente a gusto. Y tampoco María, la Madre. Es ella la que, tal vez, ha comenzado a experimentar el gozo de la alianza nueva, y se siente a disgusto en la antigua. De ahí que sea precisamente ella la que le hace notar a Jesús que, allí falta algo. Falta la alegría. Falta la vida. “Les falta el vino”. Y hasta le sugiere que, de una vez, cambie el ambiente. Por más que todavía no es ni la hora ni el momento, Jesús hace el primer signo, la primera señal de lo que será la Alianza Nueva nacida en su sangre y convierte el agua en vino.
Lo antiguo es agua. Lo nuevo es vino. Lo antiguo, la ley, es incapaz de dar alegría al corazón del hombre. Sólo el amor podrá llenar su espíritu de gozo, de alegría, de fiesta. La ley esclaviza, el amor libera. La ley estriñe el espíritu, el amor lo ensancha. La ley mete el miedo en el corazón, el amor lo abre a la esperanza y a la fiesta.
Nuestra fe ¿no tendrá demasiada agua y muy poco vino? ¿No tendremos que pedirle también hoy al Señor que convierta el agua de nuestras vidas, de nuestra fe, de nuestras celebraciones, en el nuevo vino del Reino? Tenemos agua, pero “nos falta el vino”.
Signos más que palabras

Jesús no comienza por hablar, comienza por hacer signos. Los signos son más inteligibles que las mismas palabras. No todos entienden las palabras sobre el amor, pero todos entendemos los gestos de amor. Hasta resulta curioso el final del relato: “Y creció la fe de sus discípulos en Él”. La gente necesita de la palabra, pero necesita mucho más de los signos.
A nosotros nos gusta hablar de “milagros”, como que nos suena mejor. Para Juan, los milagros son sencillamente “signos”, “señales de Dios”, “señales de lo nuevo”. En la vida están bien los milagros, pero son preferibles las señales, los signos. Esos que nos marcan el camino y nos apuntan una meta. Ese es el lenguaje de las señales y de los signos: apuntarnos algo hacia donde ir, hacia donde caminar.
Dicen que las palabras las lleva el viento. No todas. Pero los signos van al corazón. Los signos se quedan en el alma. Las palabras invitan, pero los signos empujan. Las palabras dicen, pero los signos hacen. Por eso necesitamos más signos, más señales.
El hombre de hoy es el hombre de las palabras, pero es el hombre que necesita de los signos. Necesita señales en el camino.
Los esposos necesitan darse señales de amor.
Los hijos necesitan señales en su camino.
Los pobres necesitan señales de esperanza.
El mundo necesita señales de futuro.
La fe necesita señales.
La Iglesia necesita dar, emitir señales.