31 de mayo del 2020
El Espíritu Santo, Alma y Vida de la Iglesia
Pentecostés
La Iglesia nace del Espíritu. Es santa por el Espíritu. Vive por el Espíritu. Crece por el Espíritu. Se hace misión evangelizadora por el Espíritu. Por eso el mayor pecado que pueda cometer la Iglesia y cada creyente bautizado es olvidar al Espíritu Santo.
Rahner, allá por los años setenta, escribía: “La Iglesia ha de ser una Iglesia “espiritual” si quiere permanecer fiel a su propia esencia”. El mismo Jesús en los discursos de la Ultima Cena dijo que “es necesario que yo me vaya, para que él venga.”
La Iglesia necesita de estructuras organizativas, pero si no vive bajo el dinamismo del Espíritu Santo podrá ser una Iglesia muy organizada, podrá ser como un reloj suizo, pero se quedará en eso en “organización”. No podemos olvidar que nosotros, nadie es dueño de la Iglesia. El único dueño de la Iglesia es Jesús y su Espíritu que el “Padre envió”.
Las comunidades diocesanas o parroquiales tienen que ser comunidades que vivan bajo la animación y el dinamismo del Espíritu Santo si quieren ser verdaderas comunidades eclesiales. Las comunidades necesitan de un líder, pero no es el líder el que da vida a las comunidades. Éste puede convertirse en un grave peligro para la Iglesia, cuando escuchan más al líder que al Espíritu Santo que les da vida.
La primera comunidad eclesial vivía encerrada, reunida en oración, pero le faltaba lo esencial, el Espíritu. Por eso el nacimiento verdadero de la Iglesia y de las comunidades eclesiales tuvo lugar el día de Pentecostés. Dos son los grandes símbolos de Pentecostés: el viento y el fuego.
El viento “que no sabemos donde viene ni a donde va”, pero sopla, refresca, empuja. Las velas de la nave necesitan del viento, sin él la nave se queda anclada en el mar. El viento es el que la empuja mar adentro. La Iglesia necesita del soplo, del viento que la empuje para no quedarse a buen recaudo en el puerto, sino para que navegue.
El fuego es el símbolo del calor que calienta y arde dentro y quema y purifica todo aquello que nos impide lanzarnos a la aventura de Dios por los caminos del mundo. La Iglesia y los bautizados necesitamos de ese fuego interior que impida nos quedemos tiritando de frío, de miedo, de cobardía.
Fuego que queme aquellos apegos, que nos impide andar y caminar. Fuego que queme todos aquellos intereses humanos que nos impide vivir los intereses de Dios de todos los hombres. Fuego que queme todo aquello que de mundano se nos va pegando y nos paraliza y nos hace perder el frescor del viento que nos anima a seguir adelante. ¿No fue eso lo que aconteció aquella mañana de Pentecostés?
Secuencia de Pentecostés
Espíritu Santo
“Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo,
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido:
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz y enriquécenos.
mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno”.
El Espíritu esta presente en toda la Iglesia
Espíritu e Iglesia
Nadie es dueño del Espíritu Santo. Por tanto, nadie tiene derecho a la exclusiva del mismo y nadie tiene derecho de frenar la acción del Espíritu. El Espíritu no se regala a toda la Iglesia, animando a cada uno según el ministerio personal, según el estado de vida de cada uno.
Así el Espíritu anima y dinamiza a laautoridad, evitando caer en la tentación del poder para convertirla en servicio a todos.
El Espíritu anima y dinamiza a los fieles del Pueblo de Dios a los que guía por los caminos de de la fidelidad del Evangelio.
El Espíritu Santo anima y dinamiza a los esposos para que puedan vivir la sacramentalidad de su amor y se conviertan en signo esponsalicio de las relaciones de Dios con los hombres.
El Espíritu Santo anima y dinamiza a los enamorados y novios, para que puedan prepararse al sacramento mediante una vida de verdadero amor por encima de los egoísmos e intereses personales.
El Espíritu Santo anima y dinamiza a los que ejercen el ministerio para que no se sientan dueños de su rebaño y puedan conducirlo por los caminos de la santidad.
A cada uno, el Espíritu Santo ilumina, calienta, purifica, y vivifica para que cada uno sepa situarse en la Iglesia y en el mundo según la vocación a la que somos llamados.
Por eso el Espíritu Santo es fuente de identidad, de comunión y de pluralidad. Mediante el Espíritu somos la Iglesia “una”, pero también la Iglesia “en la diversidad”. Tan importan es la comunión y unidad como la diversidad y la pluralidad.
Escuchar y dialogar
escuchar al hermano
La fuerza del Espíritu, como Espíritu de amor, nos pone a todos a la escucha de unos de otros. Como nadie tiene la exclusiva del Espíritu, todos estamos llamados a escuchar a todos, porque en todos y a todos habla. “La Iglesia en su totalidad es el lugar privilegiado del Espíritu. No hay sectores. No hay en ella sectores que gocen de la garantía del Espíritu, sectores privilegiados del Espíritu. Todo el pueblo creyente ha sido llenado del Espíritu. Todo el pueblo posee la unción del Espíritu” (1Jn 2,20,27) Por eso Pablo puede decir que “si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de Cristo”. (Rom 8,9)
El Pueblo de Dios tiene que escuchar a la Jerarquía que goza del Espíritu en el ministerio de guía y discernimiento.
La Jerarquía tiene que escuchar también, a lo que el Espíritu dice, al Pueblo de Dios y a cada miembro de la comunidad eclesial.
Un Pueblo de Dios que no escucha a la Jerarquía fácilmente rompe la unidad en una pluralidad sin comunión. Una Jerarquía que no escucha al Pueblo de Dios se puede convertir en un absolutismo y totalitarismo espiritual.
Por eso mismo, del “escucharnos” nace luego el “diálogo”. Un diálogo que para ser eclesial tiene ser un diálogo de todos con todos y en un escucharnos todos a todos, dentro de un discernimiento del mismo Espíritu.
Por el Espíritu, la Iglesia tiene que escuchar a Dios en su Palabra, en la historia, en los hombres, incluso en aquellos que no son miembros de la Iglesia, porque también en ellos actúa el Espíritu. Donde no hay escucha y diálogo no actúa el Espíritu o nos hacemos sordos al Espíritu.