Domingo, 3 de noviembre del 2024
Dios simplifica las cosas

Nosotros complicamos las cosas, Dios las simplifica. Los judíos, en torno a los mandamientos del Decálogo de Moisés, se habían creado infinidad de leyes y, cuando las leyes se multiplican tanto, uno termina por no saber qué es lo importante y qué lo secundario, qué es lo esencial y qué lo accidental. Es lo que le sucedía al escriba que sutilmente le pregunta a Jesús por el primero de todos los mandamientos.
Jesús alejándose de la maraña casuística de tantas leyes y mandatos, de los cuales la mayoría, como suele suceder, eran “prohibiciones”, despeja el campo y le dice con toda claridad: “Amigo, mandamientos de verdad, no hay más que uno: amar. Y si quieres desdoblarlo tendrás a lo máximo dos: ama a Dios y ama el prójimo. Todo el resto es paja”.
Jesús no habla de prohibiciones. Jesús hace afirmaciones. ¡Ama! Y con eso te basta. “No hay mandamiento mayor que éstos”. No te compliques la vida. Tú ama que el resto vendrá por su cuenta. Mejor dicho, el resto está de sobra porque quien ama no miente. Quien ama no roba. Quien ama respeta a los demás. Quien ama no mata. Quien ama no miente. Quien ama no desea los bienes de los demás. Quien ama no necesita de más.
Tengo un presentimiento y debo decirlo. Estamos tan acostumbrados al “no hagas”, que “está prohibido”, “que ahí no se puede”, “por aquí tampoco”, que nos cuesta creer en esta simplificación que hace Jesús.
Por una buena temporada, necesitaríamos de unas vacaciones del “no se puede” y comenzar un largo curso de “comencemos a amar”.
Para hacer una Iglesia más viva y dinámica, comencemos por amar a Dios y al hermano.
Para solucionar los problemas de los esposos, que comiencen a amarse de verdad.
Para solucionar el problema de los hijos, enseñémosles a amar.
Para solucionar los problemas sociales, políticos y económicos, decidamos amarnos todos.
¿Qué esto es simplificar demasiado las cosas? ¿Pero es que las solucionamos complicándolas tanto?
¿Qué esto es una utopía? Pero, entendámonos, ¿acaso complicándolas con grandes discursos o promulgando más leyes estamos siendo más realistas?
De Dios lo único grande que podemos decir es que “nos amó hasta entregar su vida por nosotros”.
San Martín de Porres

San Martín de Porres es uno de los Santos más populares del Perú y de toda América Latina. Nació en Lima 3n 1579. Ayudante de barbero, pidió ingresar en la Orden de Santo Domingo. Fue recibido en el convento de Nuestra Señora del Rosario, en Lima, donde más tarde fue admitido a la profesión de los votos religiosos en 1603. Murió en Lima el 3 de noviembre de 1639. El Papa Gregorio XVI lo declaró Beato en 1837 y el Papa Juan XXIII lo declaró Santo el 6 de mayo de 1962.
Fue el santo de la sencillez. Una especie de San Francisco en reconciliación con la naturaleza. Su signo más típico es la escoba y la armonía entre perro, gato y pericote. Vivió en profundidad la experiencia de la Cruz de Jesús, y entregado constantemente a la vida de oración. Su admirable amor para con los pobres le creó no pocos problemas, pues la presencia de los necesitados era para él la presencia misma de Jesús.
Resulta curioso el momento de gracia de la Iglesia de Lima en tiempos del Santo. Simultáneamente vivían en Lima Santa Rosa, Santo Toribio, San Juan Masías. Diera la impresión de que, cuando surge un santo, en su entorno brota también la santidad. La santidad es contagiosa. No sólo el mal contagia. También el bien.
Como también resulta interesante ver cómo gente tan sencilla, humanamente “tan sin importancia”; sin embargo, son capaces de convertirse en centros de espiritualidad, de gracia, de bondad. San Martín de Porres no tiene otras condecoraciones que una escoba. La escoba del servicio. La escoba del que emplea su vida en los pequeños servicios que hagan más agradable la vida a los demás.
No son las cosas grandes las que nos hacen grandes. Somos nosotros los que hacemos grandes a las cosas pequeñas. Porque no es lo que hacemos lo que es importante, sino el cómo lo hacemos. San Martín puede decirnos hoy a todos: la vida sencilla también es importante. La vida simple y sin importancia, también vale para cambiar el mundo. También desde abajo podemos cambiar la historia.
¡Yo sí amo a Dios!

Pues yo te confieso de que no estoy tan seguro de amarlo. Al menos, si tengo en cuenta lo que Jesús nos dice citando la frase del Antiguo Testamento: “Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dos es el único Señor: amarás al Señor Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”.
¿Será Dios mi único Señor? ¿Cuántos señores hay en tu corazón? Tal vez el único que no eres señor de ti eres tú mismo, pero luego, ¿verdad que tienes demasiados señores que dominan tu corazón?
Yo miro al mío y creo que mi vida está entregada al único Señor, pero luego ¡me encuentro con “cada señorcito dentro de mí!” Señores muy pequeños, que habría que escribirlos con minúscula, pero que no dejan de ser señores.
Además, ¿quién se atreve a decir que vive escuchando a este Dios, “único Señor” y no escuchando a esos “señorcitos”, que cada día llenan nuestro corazón?”
Amar a Dios es algo más que un simple sentimiento, es la entrega total de todo nuestro ser: corazón, alma, mente.
¿Es Dios el centro de nuestro corazón? ¿Amamos como Él nos ama?
¿Es Dios el centro de nuestra mente? ¿Pensamos como Él piensa?
¿Es Dios el centro de nuestra alma? ¿Vivimos como Él espera de nosotros?
El verdadero amor implica todo nuestro ser en la vida de aquel a quien amamos. No se trata de simples manifestaciones sentimentales en su cumpleaños. Amar de verdad es amar como Él nos ama: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único”. Dios se entrega entero y no a puchitos. Dios ama hasta valorarnos tanto que es capaz de dar la vida por nosotros.
Si amas de verdad

Sé que me aceptas como soy.
Con mis virtudes y mis limitaciones.
Si me amas, me aceptas incluso si te he fallado.
Porque tu amor es capaz de recuperarme y levantarme.
Si me amas, no necesito engañarte ni mentirte.
Sé que si te digo la verdad me seguirás amando.
Si me amas, estoy seguro de que me perdonarás.
Y no tengo que vivir en el engaño y la mentira.
Si me amas, estoy seguro que olvidarás mi pasado.
Y no me estarás constantemente recordando mi ayer.
Si me amas, estoy seguro de que tienes fe en mí.
Sé que no tendré que vivir en medio de tus dudas e inseguridades.
Si me amas, sé que puedo confiar en ti.
Si me amas, sé que, pase lo que pase, podré seguir esperando en ti.
Si me amas, sé que me amarás siempre.
Si me amas, sé que, aunque no pueda darte grandes cosas, me seguirás amando.
Si me amas, sé que me comprenderás el día que pierda mi trabajo.
Si me amas, sé que me seguirás amando aun cuando sea viejo.
Si me amas, sé que cuando muera me llevaré tu grato recuerdo.
Si me amas, sé que no me llorarás cuando me muera.
Porque sé que quieres para mí lo mejor.
Y sé que nunca habré muerto en corazón.
Y seguiré vivo en tu recuerdo.
Si me amas, no pongas sobre mi tumba: “Aquí yace el que en vida fue”,
Sino “Aquí yace el que sigue vivo en mi corazón”.