Hoja Parroquial

Domingo 30 – B | “Señor, que pueda ver”

Domingo, 27 de octubre del 2024

“Señor, que pueda ver”

Al “oír”, el Evangelio añade lo de “ver”. Oír y escuchar la Palabra y “ver” los signos de Dios. Hay quienes ven estando ciegos y hay quienes tienen buena vista y no ven.

José Luis Martín Descalzo cuenta cómo, estando en Roma, un amigo le llamó por teléfono para que, por favor, atendiera a un amigo suyo que había ido a Roma y estaba muy interesado en conocer el Vaticano. Su sorpresa fue grande cuando, al ir a buscarle, le dice: “Padre, soy ciego”. José Luis se llevó las manos a la cabeza: “¿Cómo le voy a explicar yo el Vaticano a un ciego?”. Pero el joven que interpretó el silencio de José Luis le dijo: “Soy ciego, pero veo. Usted explíqueme que el resto ya lo hago yo”. “Vea usted por mí, que yo lo veré en su pensamiento”.

El ciego Bartimeo del Evangelio de hoy estaba sentado a la vera del camino y no veía el camino. Pedía limosna, tal vez estaba buscando a alguien que se lo mostrara.

El gran problema que tenemos todos hoy, como cristianos, es que “estamos ciegos”. Hay tantas cosas delante de nuestros ojos que realmente no vemos o vemos con mucha dificultad.

¿Cómo ver a Dios hoy en medio de nuestra cultura? Sabemos que Dios está con nosotros, al menos así lo decimos, pero no logramos verlo. Sabemos que está en su Palabra, pero no logramos verlo. Está en los acontecimientos de la historia, pero no logramos verlo.  Está en los hermanos, pero no logramos verlo. Está en los pobres, pero no logramos verlo. Está en el que sufre, pero no logramos verlo. Está en el anciano abandonado, pero no logramos verlo. Está en el mendigo que nos tiende la mano pidiendo una limosna, pero no logramos verlo. Está en tu propia casa, pero no lo vemos. Está en la Iglesia y sólo vemos la cúpula del Vaticano o sus Museos. Se puede entrar en la Basílica de San Pedro, quedarse asombrado de su belleza, y no haber visto a Dios.

¿Recuerdan el cuento de aquel pez que había oído hablar del océano y se encontró con otro pez mayor y le preguntó: “Oye, tú que eres grande, ¿dónde está el océano?”. “Tonto, ¿y dónde estamos tú y yo sino en el océano?”. El pez pequeño se fue triste porque no le habían querido enseñar el océano. ¿No nos sucederá algo parecido a nosotros? Para el que tiene ojos de fe, todo revela a Dios. A donde quiera que vayamos encontraremos las huellas de Dios. Sin embargo, nosotros no lo vemos. En nosotros se cumple aquel refrán judío “lo último que ve el pez es el agua”. ¿No será que también nosotros lo último que vemos es a Dios?

No apaguemos los gritos del pobre

Los discípulos andaban con Jesús, pero entendían poco el espíritu de Jesús. ¡Qué fácil es mandar callar a los débiles? ¿Y quién manda callar a los fuertes? Al mundo le molestan los gritos de los países que sufren hambre. Le molestan los gritos de los que no tienen pan. Le molestan los gritos del que está enfermo. Le molesta el grito del que padece soledad.

¿Será porque molestan nuestros oídos o porque molestan a nuestras conciencias?

¿Y qué le queda al que no tiene trabajo y no puede llevar el pan a la mesa de los hijos? ¿Callar o gritar?

¿Y qué le queda al que es injustamente condenado? ¿Callar o gritar?

¿Y qué le queda al que tiene que ir a las tres de la madrugada para que le den el ticket para ser atendido en el Hospital? ¿Callar o gritar?

¿Y qué le queda al que le han secuestrado a su padre o a su hijo, para conseguir dinero por su rescate? ¿Callar o gritar?

El mundo no solucionará sus problemas callándolos, sino gritándolos. Porque será la manera de despertar nuestras conciencias. Hasta hace unos años nadie se enteraba del dolor, el hambre y el sufrimiento de los de lejos. Hoy los medios de comunicación nos han acercado a todos y es más fácil escuchar. Jean Vanier, fundador del Movimiento El Arca, dedicado al cuidado de todos deficientes físicos y mentales, decía hace poco: “La comunión con el pobre transforma y cura”. A lo que pudiéramos añadir: “al menos intranquilizará nuestras conciencias”. “Serán el despertador de nuestras conciencias”.

Cristianos ventanas o paredes

Necesitamos más “cristianos ventanas”, y menos “cristianos paredes”. Puede parecer extraño, pero es la realidad de muchas historias de fe. Las ventanas dejan pasar la luz a las habitaciones y podemos mirar por ellas hacia fuera. En cambio, las paredes ni dejan entrar la luz ni permiten mirar a la calle o al parque. Nunca faltan cristianos que, más que ventanas que nos ayudan a ver, se convierten en cristianos paredes que son un obstáculo para que podamos ver a Jesús, ver a Dios.

Resulta curioso que, con frecuencia, aquellos mismos que debieran facilitar el camino para llegar a Jesús, son los primeros obstáculos a vencer. Cuando el ciego escuchó el rumor de los que pasaban y se enteró de que era Jesús, se le encendió una luz de esperanza en el alma. Y gritaba “Jesús, hijo de David”. Y cada vez gritaba más. Y claro, los que gritan, aunque sean los necesitados, estorbar. Y la gente le ordenaba callarse. En vez de facilitarle el acceso a Jesús para que lo sanase y le devolviese la vista, enfadados, le recriminaban: “Cállate, y deja de fastidiar”. Hasta que Jesús mismo pudo escucharlo.

En la vida nunca faltan aquellos que en vez de ayudar, animar y tender una mano para acercarnos a Dios, más bien, se interponen como un obstáculo. Cristianos que en vez de revelar a Dios, dejar filtrarse la luz de Dios al corazón que vive en la oscuridad, prefieren ser paredes que nos condenan a la noche sin claridades de fe.

Como tampoco faltan esos otros que se hacen transparentes y a través de sus mismas vidas nos dejan ver y descubrir la verdad del Evangelio, la verdad de Jesús, la verdad de Dios, la verdad del hombre.

No en vano, aquella mamá explicaba a su hijito que preguntaba quiénes eran los santos. Y ella no encontró mejor explicación que decirle: “Hijo, los santos son los que dejan pasar la luz”.

Tiempos de esperanza

¿No será el momento de dejarnos de lamentar y ponernos a hacer algo? Los lamentos no solucionan nada y desalientan mucho. Más vale un sí que mil lamentos.

La esperanza siempre es posible, pero depende, en gran parte, de nosotros mismos. Porque la esperanza no es algo que se espera sentados, sino algo que se construye haciendo algo. La vida es posible, pero necesitamos engendrarla. Si nosotros nos negamos a engendrar nunca tendremos nuevas vidas.

San Juan Pablo II, en el atardecer de su vida, siguió siendo el grito de la esperanza. Pidió esperanza a los pueblos. Pidió esperanza a la Iglesia. Pero para despertar esta esperanza, nos pidió perder el miedo. Con el miedo en el alma nunca haremos nada. La esperanza necesita de nosotros creer en el futuro. Necesita creer que las cosas pueden cambiar. Necesita creer que las cosas no son como son sino como nosotros queremos que sean.

La Iglesia será lo que nosotros, creyentes, decidamos que sea.

El mundo será lo que nosotros, creyentes en la esperanza, nos esforcemos por hacerlo diferente.

La Anuncio del Reino debiera ser un momento de esperanza, un momento para despertar la esperanza. Olvidarnos de la resignación y el dejarnos llevar por la corriente del “siempre fue así y así tiene que ser”. Los tiempos de esperanza suelen ser los tiempos del Espíritu. Escudemos al Espíritu. Lo que el Espíritu nos dice a cada uno, lo que dice a la Iglesia y lo que dice al mundo. El Espíritu no tiene nada de resignado. El Espíritu es vida, es esperanza, es hoy y es mañana. Llamados a caminar al ritmo del Espíritu.

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