Hoja Parroquial

Domingo 19 – B | Pan de Vida

Domingo, 11 de agosto del 2024

Lo que debiera acera, aleja

Con Jesús, y digamos con Dios, nos sucede algo raro. Todo aquello que debiera acercarlo más a nosotros, termina siendo un obstáculo y marca distancias. Le Encarnación es el acercamiento de Dios al hombre, pero lo humano de Dios o la humanización de Dios terminan siendo una dificultad o, digamos mejor, una excusa para desacreditarle.

Cuando Jesús se presenta en su pueblo, la gente se admira de su doctrina y enseñanza, pero era preciso buscar una razón para no aceptarla y seguirle. Entonces acuden al argumento de su condición humana. “Conocemos a su padre y a su madre y a toda su familia que vive aquí con nosotros”.

Ahora que Jesús se presenta como el “pan de vida bajado del cielo” acuden a la misma argumentación. “¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?”.

En realidad, van a la raíz de su identidad, no se quedan en argumentos superficiales. Lo importante para desacreditarlo era demostrar su humanidad y negar así su divinidad. Para ello, nada mejor que descubrir su origen humano. ¡Es como nosotros! “Conocemos a su padre”. De esa manera, su audacia de creerse “un bajado del cielo”, es un cuento chino más. Por tanto, estamos justificados para no creerle ni a Él ni a lo que dice, es un engañabobos y nosotros somos demasiado listos y le hemos descubierto la suela de sus sandalias. Sabemos de qué pie cojea…

La Encarnación, maravilloso gesto de Dios para acercarse al hombre, termina siendo el gran obstáculo para crear esa comunión con Él. En Dios lo que acerca, distancia. Lo que acorta distancias, las alarga.

Cuando la luz eléctrica llegó a mi pueblo, la Abuela se negó tajantemente a que se la instalaran en casa. Mientras los demás disfrutaban de la nueva luz, ella seguía a la luz de su candil.

Con frecuencia, los intentos de acercamiento pueden crear mayores distancias. Cuando la cabeza se niega a la luz, es inútil la verdad. Nosotros buscaremos argumentos suficientes para negarla. No hay peor ciego que el que no quiere ver.

¿No nos sucede algo parecido a todos nosotros?  ¿Cuántos argumentos para no aceptar el Evangelio? ¿Cuántos argumentos para no aceptar a la Iglesia, encarnación de Jesús hoy? ¿Cuántos argumentos para prescindir de la Iglesia, de su moral y de su doctrina? ¿No será que también hoy miramos demasiado el lado humano y nos olvidamos de lo divino?

La vida eterna ¿para cuándo?

La inmensa mayoría de los cristianos sigue convencida de que la “vida eterna” una vida nueva que se nos regala después de la muerte. Mientras tanto solo vivimos la vida humana. ¿No nos estaremos olvidando de algo? ¿No estaremos silenciando ciertos textos del Evangelio a los que concedemos poca importancia?

Escuchemos: “Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna”. No dice que “tendrá vida eterna”. No dice que el que cree, cuando muera “tendrá vida eterna”. Las palabras son de Jesús: “el que cree tiene vida eterna”. La tiene ya. No es que la tendrá. Ya la tiene en su corazón y en su alma.

Como creyentes no tenemos que esperar a morir para que Dios nos dé su vida, ya nos la da ahora. Por eso en cada uno de nosotros llevamos estas dos vidas: la vida humana y la eterna.  Solo que la vida eterna la llevamos encapsulada todavía en nuestra condición humana. Lo único que hace la muerte es: romper, podrir el grano de lo humano para dejar brotar lo eterno que ya llevábamos dentro y del cual, posiblemente no teníamos conciencia.

Lo humano es lo perecedero de nuestra vida. Lo eterno que hay en nosotros por la fe, es lo definitivo, lo eterno. Por eso podremos decir que la muerte no es sino levantar la barrera para pasar al otro lado; pero no para encontrar allí algo nuevo, sino para que allí florezca lo que aquí llevábamos escondido.

Nuestra verdadera grandeza no se ve porque la llevamos dentro, revestida de lo humano. Tiene que ser nuestra experiencia la que nos haga descubrir ese misterio interior, que es nueva verdadera maravilla, romper la cáscara dura de la nuez y encontrarnos con lo sabroso que está dentro.

Embellece tu rostro

  1. Embellece tu rostro. El rostro, dicen, es el espejo del alma. ¿Será cierto? No me digas que tú llevas un alma arrugada como la cara que se ve en tu espejo cada mañana. ¿La podías planchar un poquito? Muy simple, desde hoy ríete un poco más.
  2. Embellece tu rostro. ¿Para quién? Por favor, primero para ti mismo. ¿Es que no tienes tú el derecho de verte feliz cuando te miras al espejo? Dios te ha dado un rostro primero para ti mismo. Y tú te mereces un rostro más ello, iluminado por la alegría del corazón.
  3. Embellece tu rostro. ¿Para quién? Para tu mujer, para tu esposo. ¿No lo embellecías cuando erais novios? ¿Recuerdas lo maravillosa que era vuestra cara el día de vuestra boda? ¿Has visto el que le enseñas ahora? ¿No os merecéis un rostro más iluminado por la alegría de estar juntos?
  4. Embellece tu rostro. ¿Para quién? Para la gente. Para la calle. ¿Es que los demás no tienen derecho a descubrir en tu rostro la felicidad que llevas dentro? La gente está llena de problemas. Tú les puedes hablar de que la felicidad aún es posible.
  5. Embellece tu rostro. ¿Por qué? Porque eres hijo de Dios. Y Dios no tiene hijos con esas caras de tranca. Como si Dios hiciese mal hechos a sus hijos. Dios los hace a todos iluminados por la belleza misma de su propio rostro. No dejes mal a Dios tu Padre.
  6. Embellece tu rostro. ¿Por qué? Porque el que tienes parece estar en remate de segunda mano. Y, además, porque tú eres un bautizado. Por favor, que no digan que el bautismo te pesa y lo arrastras como una carga con la que no puedes. Nada de bautizados resignados.
  7. Embellece tu rostro. ¿Por qué? Porque eres un creyente y estás llamado a ser santo en la Iglesia. Y un santo triste, ya lo sabes, es un triste santo. Los santos de pantalón, falda o corbata tienen que ser santos alegres. Sólo así la gente sentirá ganas de ser mejor.

Donde otros ponen amargura…

Donde otros ponen amargura,
tú siembra dulzura.

Donde otros hablan palabras duras,
tú habla con bondad.

Donde otros se resienten por todo,
tú sopórtalo todo.

Donde otros se hacen jueces de todos,
tú compréndelos a todos.

Donde otros insultan,
tú sé capaz de alabar siempre.

Donde otros viven del resentimiento,
tú regala siempre el perdón.

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