Hoja Parroquial

Domingo 23 – B | Jesús cura a un sordo | IQC2021

Domingo, 5 de setiembre del 2021

Entre sordos y mudos es la cosa

sordos y mudos

Hay escenas en el Evangelio donde no resulta fácil decir si se trata de hechos reales o de maneras de expresión la verdad revelada. En realidad, da lo mismo porque lo importante no es el relato en sí mismo, sino aquello que se nos quiere decir con él.

Aquí se trata de un “sordo” y que, además, no sabemos si era “mudo” o simplemente “tartamudo”, es decir, que hablaba mal o tenía dificultad para hablar.

La sordera resulta alto típico en el relato bíblico y casi siempre se refiere, no tanto al que realmente tiene taponados los oídos y no puede oír, cuanto al que tiene cerrado su corazón y es incapaz de escuchar a Dios en su vida. Ya el refrán popular lo graficó muy bien: “No hay peor sordo que el que no quiere escuchar”. No se oye aquello que no se quiere escuchar. No se oye aquello que no nos interesa entender. Y, lo que es peor, no se oye aquello que no queremos aceptar.

Uno de los dones de curación de Jesús es precisamente el de abrir nuestros oídos y, sobre todo, nuestro corazón a la llamada de Dios, a la gracia de Dios, a la voz de Dios. Hay sorderas de fácil solución y hay sorderas que cuesta mucho abrir el oído. Cuando Marcos dice que Jesús le metió los “dedos en sus oídos”, de alguna manera, nos está diciendo que era un sordo endurecido. Fue preciso meter los dedos, empujar para romper la barrera que bloqueaba el oído.

Porque hay quienes no quieren escuchar a Dios, por un simple snobismo. Este no escucha, pero sus resistencias son mínimas. Lo mismo que aquel que no escucha, no por mala voluntad, sino simple la inconsciencia de quien vive tan distraído que todo le resbala y nada se queda dentro. Su corazón es pujo jabón. Todo lo que lo toca resbala.

Pero hay quienes tienen muchas más dificultades. De ordinario, se trata de corazones endurecidos, encerrados sobre sí mismos. Corazones, con frecuencia, endurecidos por el mismo estilo de vida. No basta querer oír. Para oír hay que cambiar de vida, hay que cambiar de conducta. Es nuestra vida la que bloquea la Palabra de Dios en el corazón.

Con los músicos y cantores solemos decir: “Tiene un oído musical muy fino”. En cambio, de algunos se dice “ése en vez de oídos tiene orejas”. Es una diferencia musical bastante grave. La diferencia entre los hombres de cara a Dios tiene mucho de musical: “los pecadores tenemos más orejas que oído”, en cambio, los santos “tienen un oído muy fino y delicado”.

Mete tus dedos, pon tu saliva

saliva

Señor:

Mete tus dedos en mis oídos y destapónalos de todo lo que les impide:
escucharte a Ti.
escucharme a mí.
escuchar a los demás.

Mete tus dedos en mis oídos y quita esa cera:
De mis seguridades.
De mis egoísmos.
De mis orgullos.
De mis posturas ya asumidas.

Mete tus dedos en mis oídos:
Para que pueda escuchar tu Palabra hablada.
Para que pueda escuchar tu Palabra que me dices dentro de mí.
Para que pueda escuchar tu Palabra que me dices a través de mis hermanos.

Pon tu saliva en mi lengua:
Para que hable de Ti.
Para que te alabe a Ti.
Para que cuente a todos tus maravillas.
Para que hable a todos de lo que tú haces en mí.

Pon tu saliva en mi lengua:
Para que no sea un mudo en tu Iglesia.
Para que no sea un mudo en el mundo de los hombres.
Para que no sea un mudo que se avergüenza de hablar de Ti.

Echar una mano a los sordos

sordos

Resulta curioso que la escena de Marcos sobre el sordo y tartamudo, no figura ni un solo nombre, ni siquiera el de Jesús. “Le presentaron”, “un sordo”, “le piden”, “Él apartándolo”, “le metió los dedos…”. Toda una serie de verbos sin nombres concretos. Lo cual habla claramente de que ese “sordo” puedo ser yo o cualquier otro…

Pero lo más original, a diferencia de otras curaciones, es que aquí el sordo no muestra interés alguno en “oír” ni en “hablar bien”. Otros enfermos le salen al camino, incluso algunos le gritan. Aquí el sordo parece sordo a sí mismo. Está feliz en el silencio de sí mismo.

Son otros los que sufren al verlo sordo y son ellos los que lo llevan a Jesús, los que le piden a Jesús que le abra los oídos. Lo cual ya nos hace pensar en dos realidades fundamentales:

El peligro de no tener ganas de oír. Mientras uno sufre por su sordera, aún puede luchar. Pero cuando ya se ha resignado a vivir en el silencio sin palabra dentro, no sólo no sufre, sino que se identifica con su sordera. Es posible que muchos nos estemos ya acostumbrando a nuestra sordera espiritual, que nos sintamos a gusto con el silencio de Dios en nuestro corazón. Dios ya no nos dice nada. Dios ha dejado de interesarnos. Ya nos hemos acostumbrado a vivir sin él.

Tener alguien que pueda despertarnos del silencio. Dios siempre pone a nuestro lado a alguien que, de alguna manera, pueda sacarnos de nuestro silencio interior y abrirnos a Dios. Cuando hoy hablamos de ese ateísmo de la indiferencia, uno termina preguntándose si el problema estará en quienes viven esa indiferencia o en la falta de quienes lo lleven a Jesús pidiéndole que le imponga las manos. La incredulidad de unos puede tener sus raíces en la falta de vibración de los que decimos creer. La no creencia de unos puede ser fruto de la falta de interés de la creencia de otros. Una creencia sin luminosidad que pueda alumbrar los caminos de los otros.

Hablamos de lo que vivimos

hablar

“Apenas podía hablar”. Otros son más tajantes en la traducción y lo llaman “mudo” o “tartamudo”. Dicen que hay muchos sordos, aún en la Iglesia, y ¿habrá menos mudos? Una cosa es clara: a los cristianos nos cuesta hablar de nuestra fe, nos cuesta hablar de Dios y de la Palabra de Dios. Hasta me atrevería a decir que muchos sienten una buena dosis de vergüenza de hablar de cosas de religión entre los amigos o en el grupo donde se mueven.

¿Cristianos tartamudos? ¿Cristianos mudos?
Mudo no es tanto el que no puede hablar, sino el que tiene miedo a hablar.
Mudo en la lengua es aquel que primero es mudo en su corazón.
Mudo es aquel que no siente a Dios como buena noticia.
Mudo es aquel que no tiene nada que decir a los demás.
Mudo es aquel que siente el complejo de su fe y no se atreve a manifestarla.

Es cierto que, en la Iglesia, los seglares han tenido más vocación de mudos que de predicadores. Y la razón es muy sencilla. Nos ha ganado una mentalidad de que sólo el sacerdote tiene capacidad de anunciar la Palabra. Tal vez porque hemos considerado el anuncio de la palabra de Dios demasiado como gesto magisterial y no tanto como anuncio gozoso de la buena nueva de Dios.

Pero también influye en que nosotros mismos no sentimos a Dios como acontecimiento. Jesús les prohíbe a todos “que no lo dijeran a nadie”. ¡Qué inocente, verdad! “Cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos”. Hablar de Dios no puede ser ni un mandato ni una prohibición. Es un problema de hasta dónde Dios se ha hecho Buena Noticia en nuestras vidas. Al fin, todos hablamos de lo que sentimos en el corazón.

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