Domingo, 20 de octubre del 2024
La fiesta del anuncio de la fe

Cuando uno echa una mirada a las estadísticas religiosas del mundo recuerda esa frase tan repetida entre nosotros: “Todavía hay mucho que hacer, hermanos”. La población mundial es ya más de 8,000’000,000. De ellos sólo son cristianos aproximadamente 2,700’000,000 y de estos cristianos, son católicos:1,4000’000,000. Así, llegamos a esta conclusión: El total de los cristianos, con todas las confesiones, somos el 34 %. Mientras que los católicos llegamos a un 17.5 %. Visto desde otra perspectiva, el 66 % de la población mundial aún no ha recibido o no ha aceptado el mensaje del Evangelio.
Para quienes nos decimos creyentes, ¿estas cifras podrán decirnos algo? ¿Podrán dejar tranquila a nuestra conciencia? ¿Podremos sentirnos tranquilos como católicos en relación al anuncio del Evangelio? Y si de ese 17.5 % extraemos aquellos que, están bautizados pero no practican y no viven su fe bautismal, ¿adónde bajaríamos?
Si, teniendo como telón de fondo el misterio de Cristo crucificado, leemos estas cifras uno tiene la tentación de preguntarse si valió realmente la pena…
Es que todos tenemos un mandato: “Vivir nuestra fe”, claro, pero también “anunciar nuestra fe”. Cada uno responderá de cómo la vive, pero también tendrá que responder al cuestionamiento que nos hace el Evangelio, aquello de “id y anunciar a todo el mundo”.
Las cosas hoy están cambiando, algunas dolorosamente y otras en un clima de esperanza. Europa, que hasta hace unos años, exportaba misioneros a todas partes, hoy es un continente que necesita de quienes vayan a proclamarle el Evangelio. Países que antes eran receptores de misioneros, hoy están comenzando a salir al encuentro de otras culturas. Hace un tiempo el CENAMIS (Centro Nacional Misionero) el Perú había enviado a otros países a 330 misioneros. Pudieran parecer pocos, pero en realidad son un signo positivo y esperanzador. Tenemos hermanos nuestros anunciando el Evangelio en más de 60 países del mundo.
Este domingo del DOMUND es un momento particular, para dar gracias a los que han llegado a nosotros con el Evangelio en la mano, pero también para sentir el gozo de aquellos hermanos nuestros que se han ido a otras tierras. Mientras tanto, todos debiéramos hacernos una pregunta sincera y honesta: ¿Y yo qué hago para que otros conozcan el Evangelio de Jesús?
Tomar conciencia de la realidad y tomar conciencia de la importancia del Evangelio. Atravesamos momentos de crisis y, también, crisis de Evangelio. Aunque no debemos olvidar que toda crisis es también una oportunidad. ¿Será esta la oportunidad para un renacer nuevo del Evangelio en nuestros corazones? ¿Será el momento del renacer vocacional y misionero?
La vejez de un testigo

Si algo tuvimos que admirar en San Juan Pablo II fue su capacidad de vivir hasta el último sorbo vida. Cuando uno lo veía por TV sentía una especie de pena, verlo encorvado, con una voz que a veces casi no se le escuchaba. Sobre todo cuantos lo conocimos en la plenitud de su vida, sentimos un verdadero sentimiento de pena.
Sin embargo, uno trata de leer esa vida cargada de años y de achaques, y se pregunta ¿acaso no era ese el mejor momento de la vida de San Juan Pablo II? Hubo un tiempo en que podíamos verlo en su plenitud y hasta en su grandeza, luego lo vimos desde la pobreza de sus fuerzas humanas, desde el debilitamiento de sus energías físicas; sin embargo, nos mostró el admirable ejemplo del hombre que consume su vida día a día al servicio del Evangelio y la Iglesia.
Si antes, Juan Pablo II podía ser visto como el “maestro”, luego lo vimos como “el testigo”, el “profeta”. Al maestro se le puede discutir, ante el testigo tenemos que rendirnos, y ante el profeta escucharle. Antes hablaba su inteligencia, luego hablaba su vida, su vejez, su espíritu inquebrantable. Hablaba su debilidad que seguía siendo testigo de fortaleza.
Con sus médicos a cuestas siguió proclamando el Evangelio. Debilitado en sus fuerzas siguió siendo el caminante del Evangelio. La verdadera talla espiritual de San Juan Pablo II se puso de manifiesto cuando ya los años y los trabajos de tantas fatigas pesaban demasiado, pero no eran suficientes como para doblegarlo.
Santa Teresa de Calcuta

Cuando pienso en la Madre Teresa, a quien, 19 de octubre del 2003, San Juan Pablo II elevó a los altares como Beata, y luego el Papa Francisco canónico, el 4 de setiembre del 2016, siento la presencia del Espíritu en la debilidad de su humanidad. Durante el mes de octubre de 1980, muchos días viajaba en el carro de nuestro Superior General al lado de la Madre Teresa. Al verla, uno sentía encontrarse junto a una cajita de fósforos. Chiquita, pura piel pegada a los huesos. Pero, por dentro, puro fuego. Un fuego que ella irradiaba aún sin darse cuenta.
Era simpático, y confieso que era un poco mi diversión, encontrarnos con un semáforo en rojo. Como cualquier hijo de vecino, por más que allí estuviese mi Superior General, el Obispo Mons. Miguel Irizar, la Madre Teresa y este servidor, teníamos que detenernos. La gente de los carros de al lado, o la que quedaba en la acera de la pista, no reconocía de los cuatro más que a uno: a la Madre Teresa.
Todo el mundo sacaba la cabeza por la ventanilla de su auto para gritar: “Madre Teresa, Madre Teresa”. Ella, con aquella sonrisa como pintada en sus labios secos de tanto desgranar avemarías, hacía un leve gesto con su mano. Yo diría que era la sonrisa de Dios a la gente.
Creo que, por primera vez, sentía cómo el Espíritu se manifiesta y se trasluce aún sin darnos cuenta. Cómo la gente tiene un sentido especial para reconocer las marcas y señales del Espíritu. Por vez primera, sentí cómo, sin hacer nada, sin decir nada, uno puede irradiar el rostro de Dios en medio de un mundo que posiblemente cree vivir a gusto sin él, pero cuando lo siente y lo percibe tan de cerca, vibra y lo siente.
El problema de Dios no suele ser Dios, como tal. El problema de Dios somos nosotros que lo revelamos poco y lo manifestamos poco. Hablamos mucho de Dios, pero lo mostramos poco. Y esa era la gran diferencia que yo notaba en la Madre Teresa. Ella, por lo regular hablaba poco, en parte por razón de la misma lengua, pero también por su modo de ser silencioso. Hablaba poco y hablaba demasiado. Porque más que sus palabras era toda su vida la que hablaba de la gracia, del Espíritu, del hombre, del pobre, del necesitado.
Aquí queda mi grato recuerdo: un rosario gastado de tanto deslizarse entre los dedos. Unos dedos y unas manos jamás cansadas de abrazar y levantar la pobreza y la debilidad humana. Un cuerpo tan frágil y tan fuerte a la vez. Frágil en lo que podíamos verlo y fuerte por la energía que lo animaba dentro.
Estoy convencido. Los santos no son los que sacan mucho ruido, sino los que dejan manifestarse al Espíritu. Los santos no son los que alborotan para llamar la atención, sino los que siempre se sienten sorprendidos por la mirada de la gente. Los santos no son los que hablan mucho, sino los que dicen todo lo que Dios quiere que digan. Los santos no son los que siempre hablan de Dios, sino aquellos en cuyas vidas la gente escucha la voz de Dios.
El anti evangelio del poder

El poder domina a los demás.
El poderoso se siente más que los demás.
El poder mira desde arriba.
El poderoso se impone a los de abajo.
El poder se cree dueño de la verdad.
El poderoso impone su verdad.
El poder limita los espacios a los demás.
El poderoso se cree con derecho a marcar fronteras.
El poder dispone de privilegios.
El poderoso los exige.
El poder impone la ley.
El poderoso somete a todos a la ley.
El poder dispone de la fuerza.
El poderoso aplica la fuerza.
El poder y el poderoso tratan de distinguirse del resto.
El poder y el poderoso detienen el tráfico cuando pasa, mientras que el resto se las tiene que aguantar esperando.
¿Que todo esto parece poco caritativo? Es posible.
¿Acaso no responde a una mentalidad poco acorde con el Evangelio?
Las cosas no se sanan callándolas, incluso por miedo.
La verdad suele ser dura, pero es la verdad.
Y la verdad es más evangélica que el poder que calla la verdad.
El cristiano no puede ser reconocido por su poder, sino por su servicio.
El cristiano no se identifica por lo alto que sube, sino por hondo a donde se abaja.
¿Acaso es otra cosa el anonadamiento de Jesús?