Domingo, 17 de setiembre del 2023
De la humillación a la exaltación
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Para nadie es un secreto que la muerte en la Cruz era la mayor humillación porque morir como crucificado era morir como el renegado, no solo de los hombres, sino también de Dios.
La Cruz pasó de ser un instrumento de muerte a un principio de vida, de un lugar de condena a un signo de salvación. En oriente, esta fiesta de la Exaltación de la Cruz era solo equiparable con la Resurrección. La reforma litúrgica del Vaticano II, en sintonía con las Iglesias Orientales, le ha devuelto toda la importancia del principio. Desde entonces, como fiesta del Señor, sustituye al domingo cuando el 14 de septiembre coincide con ese día de la semana.
La espiritualidad y el sentido de la Exaltación de la Cruz queda definida por el mismo Evangelio de hoy: “Lo mismo que Moisés levantó la serpiente en el desierto así tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que mundo se salve por él”.
La cruz, signo de muerte, pasa a ser signo de vida. La cruz, signo de condenación, pasa a ser signo de salvación. La cruz, signo de castigo, pasa a ser signo de amor y de perdón.
Por eso, esta fiesta de la Exaltación no es una exaltación del dolor y del sufrimiento, sino la celebración de la vida, de la salvación, del amor y del perdón.
Los cristianos no celebramos el dolor, tampoco celebramos la venganza. Celebramos el amor que salva y perdona. De esa manera, el madero de la cruz ha pasado de ser “algo maldito de Dios” a ser la bendición de la humanidad.
Contemplar la Cruz de Jesús es contemplar el amor con que Dios ama al mundo. Contemplar la Cruz de Jesús es contemplar la vida que Dios mismo nos regala, su propia vida. Contemplar la Cruz de Jesús es contemplar la salvación.
No contemplamos la Cruz para sufrir más, sino para sufrir menos. No contemplamos la Cruz para sentirnos hundidos por nuestros pecados, sino para sentirnos liberados de ellos. No contemplamos la Cruz para ver el castigo de Dios sino para ver la salvación de Dios.
En el Catecismo se nos decía que la Santa Cruz era la señal que nos identificaba como cristianos porque era signo de salvación. Cuando nos santiguamos confesamos y recordamos el amor que el Padre nos tiene. Cuando nos santiguamos confesamos nuestra condición de salvados. Como el Pueblo de Dios miraba la serpiente levantada en el desierto, hoy el Pueblo cristiano levanta su mirada a la Cruz como una señal de vida.
Perdonados para perdonar
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Quien nunca ha experimentado el amor, difícilmente sabrá amar. Quien nunca ha experimentado el perdón en su vida, no sabe tampoco perdonar. Sin embargo, resulta curioso cuán difícil nos resulta a nosotros el perdonar a los demás, cuando todos estamos recibiendo el perdón de Dios constantemente y estamos rezando el Padre nuestro cada día: “Perdónanos nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
Lo cual nos hace dudar de varias cosas. En primer lugar, nos hace dudar del valor y de la experiencia que tenemos del perdón de Dios en nuestras confesiones. Uno termina pensando que tenemos una idea de la confesión como de “lavandería” de nuestros pecados, más que la experiencia de “sentirnos amados y perdonados por Dios”. Confesamos nuestros pecados como quien envía la ropa sucia a la lavandería y nos la devuelven luego limpia. Sin embargo, la confesión es otra cosa, es sentirnos mal y a disgusto con nosotros mismos delante de Dios a causa de nuestros pecados, pero es también sentir la acogida amorosa de Dios que no solo lava y limpia, sino que perdona. El amor de Dios es un amor que perdona.
Es que para perdonar de verdad al hermano y perdonarle con amor, antes es preciso haber tenido la gozosa experiencia de sentirse perdonados, es preciso hacer la experiencia del Crucificado.
Cuando uno ha descubierto el misterio de la cruz y del crucificado siente que todo ha cambiado en su vida, se siente amado y con capacidad de amar, se siente perdonado y con capacidad para perdonar. Porque quien ha experimentado el amor y el perdón de Dios, no puede decir luego no al hermano. No puede decir no al amor. No puede decir no al perdón.
El perdón no es fruto de nuestra mente ni de nuestras ideas. El perdón brota de quien sabe que alguien ha muerto por él para ser perdonado.
Conciencia del pecado y del perdón
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Resulta inútil hablar del pecado si antes no hemos revivido la imagen y el rostro de Dios en nuestra conciencia. Al que no ve, ¿qué sacamos con hablarle contra la oscuridad si él mismo nunca ha visto la luz? Es por eso que la verdadera catequesis del pecado no debe comenzar por el pecado mismo, sino por la experiencia de Dios. Porque sólo desde esa experiencia lograremos sentirnos incómodos con el pecado. ¿Nunca te has preguntado por qué te sientes tan cómodo con el pecado en tu corazón?
¿Recuerdas las negaciones de Pedro? Negó a Jesús tres veces y siguió tan tranquilo calentándose al fuego como todo el mundo. En realidad, no había pasado nada, se sentía cómodo y tranquilo. Bastó que Jesús clavase sus ojos en los de Pedro, para que a éste se le revolvieran los hígados. Una simple mirada de Jesús removió en sus cimientos la vida entera de Pedro, que se echa a llorar amargamente.
Algo parecido nos sucede a nosotros. Es necesario sentir la mirada de Dios en nuestro corazón, para que nos demos cuenta de lo sucio que lo tenemos y de la necesidad de limpiarlo.
Es preciso hablar menos del pecado y hablar más de Dios. Es preciso gritar menos contra el pecado y despertar más la experiencia de Dios en nuestras vidas. El pecado no se ve bien desde el pecado mismo. El pecado se ve en su verdadera dimensión desde la experiencia de Dios. La verdadera conciencia del pecado no nace del pecado, sino de Dios y su experiencia.
La cultura del estrangulamiento
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“Y saliendo afuera se encontró con un compañero que le debía… y lo estrangulaba, diciéndole págame lo que me debes”. Vuelvo a leer el texto y me pregunto: ¿Será una forma literaria o será una realidad? Porque luego miro al ambiente en el que vivimos y uno siente que, de alguna manera, vivimos todos las cultura del estrangulamiento. Todos vamos a morir estrangulados porque todos somos pura exigencia para con los demás.
El caso es que la razón de estrangular a los otros es la misma de siempre: “págame lo que me debes”. Todos nos sentimos acreedores y todos son nuestros deudores. Todos vivimos sumamente sensibles a lo que “los demás nos deben”. Y claro, ¿quién no debe algo a los demás? Todos nos vamos defendiendo pidiendo de prestado, pero luego resulta que nos sentimos estrangulados por todos los que nos están exigiendo: “págame”.
Nos estrangulan los bancos. Nos estrangulan los impuestos. Nos estrangulan los del agua. Nos estrangulan los de la luz. Nos estrangulan todos. Hasta nos estrangula la mujer o el marido. Nos estrangulan los hijos. Nos estrangula la bodega de la esquina. No es de extrañar que vivamos todos un poco neuróticos escuchando voces detrás de nosotros: “Págame lo que me debes”. Yo te estrangulo, tú me estrangulas, él nos estrangula a los dos, y nosotros estrangulamos al resto.
Tú estrangulas al que has prestado. Pero el que te ha pedido prestado te estrangula a ti negándose a devolverte “lo que le debes”. Ya entiendo. Todo esto es un lío. Mientras vivamos la cultura de “acreedores”, la cultura del “me debes”, no tenemos otro camino. Hasta ahora el único acreedor de verdad y que no estrangula a nadie es Dios. Ante Él todos somos deudores, pero Dios tiene suficiente amor para seguir esperando. ¡Menos mal porque, de lo contrario, cuánto estrangulado incluso en las Iglesias!