Hoja Parroquial

Domingo 30 – B | Domundo 2021: Cuenta lo que has visto y oído

Domingo, 24 de octubre del 2021

“Maestro, que pueda ver”.

Bartimeo

Preguntarle a uno que tiene hambre, es anticipar la respuesta: “quiero comer”, o preguntarle a uno que se está muriendo de sed: “quiero beber”. Será por tanto inocente la pregunta de Jesús al ciego: “¿qué quieres que haga por ti?” Si bien puede presuponerse la respuesta; sin embargo, la intención de Jesús va más allá, va más lejos. Jesús quiere escuchar el grito del corazón, quiere despertar los profundos sentimientos que anidan en el fondo del corazón. Por tanto, la sinceridad de su petición.

Para muchos, este relato del ciego Bartimeo, en el camino de Jericó, tiene un trasfondo bautismal. Se trata, posiblemente de un relato utilizado en la celebración del bautismo y del que aún nos quedan reminiscencias en la actual celebración bautismal:
¿Qué nombre queréis dar a vuestro hijo/a?
¿Qué pedís a la Iglesia? El bautismo.
¿Qué pedís a la Iglesia al pedir el bautismo? ¡La fe!

La celebración del bautismo no es tan solo celebrar el sacramento de la incorporación a la Iglesia, ni tampoco pedir una vida nueva para el hijo, que ciertamente lo es, sino que es pedirle el don de la fe, como una nueva iluminación, como una nueva manera de ver, de mirar, de vivir y de situarse en la Iglesia y frente a la vida.

La gracia y el don de la fe no es solamente para lograr la salvación eterna. La fe es para poder vivir de otra manera de la vida. Es el don que hace descubrir la verdad de Dios en nuestras vidas, la verdad del Evangelio para vivir, los nuevos valores del Reino. Una manera nueva y distinta de situarnos y ver y contemplar a los demás, no ya como extraños sino como “hijos de Dios” y “hermanos en el hermano Jesús”.

Pero el bautismo y la fe bautismal no pueden ser como un regalo que se nos hace y lo guardamos en el archivo de nuestros recuerdos. El bautismo y la fe tienen que ser algo cuya necesidad sentimos desde el fondo del corazón.  Desear de verdad nuestro bautismo. Desear de verdad la fe, como el ciego desea poder recobrar la visión de sus ojos.

Por el bautismo recibimos la luz del Espíritu Santo en nosotros, para poder ver como Dios ve, para poder mirar como Dios mira. Para ver lo que lo Dios ve más allá de las apariencias de las cosas. Para ver lo que los demás no ven. Por eso mismo, el cristiano es el que ve lo que los otros no ven. Por eso, no es de extrañar que los cristianos resultemos extraños en medio de la sociedad. Extraños porque donde los demás no ven nada, nosotros vemos vida, donde los demás sólo ven cosas, nosotros vemos el misterio de Dios, los planes de Dios. Donde los demás ven a alguien que nos fastidia pidiendo una limosna, nosotros vemos a un hermano y a un hijo de Dios con hambre, con sed, desnudo, enfermo o encarcelado. El bautismo nos da unos ojos nuevos, para ver lo nuevo, para descubrir el otro lado de las cosas y de la vida.

Por eso, el bautizado, lo mismo que el ciego del camino, es alguien que se levanta, se pone en pie y comienza a “seguir a Jesús”.

Cuando el corazón ora a gritos

orar a gritos

Yo no sé si alguna vez hemos orado gritándole a Dios. Si le habremos pedido el don de la fe a gritos. Si le habremos pedido la conversión de nuestro corazón a gritos. Si le habremos pedido la conversión de los malos a gritos.

Y no es que Dios necesite precisamente escuchar los gritos, porque Él también sabe escuchar el silencio. El mismo Jesús nos dijo que “el Padre sabe lo que necesitamos aún antes de pedírselo”. Pero el grito no es para ganarnos la atención de Dios. El grito es para expresar con mayor hondura la fe de nuestro corazón, la confianza de nuestro espíritu. No. Los gritos no son los que ganan a Dios. Lo que gana a Dios es la sinceridad de nuestro corazón. Y el grito puede ser una manera de manifestar lo profundo de nuestros deseos, la sinceridad de nuestros anhelos.

Jesús llegó a orar con “grandes clamores y lágrimas”. Hay momentos en que nuestra oración debiera también convertirse en grito del corazón. El ciego del camino, era tal su deseo de ver que, al escuchar pasar a Jesús, gritó y seguía gritando, por más que tratasen de acallar sus gritos.

Hay momentos en los que la oración puede ser un remanso de paz y tranquilidad, pero hay momentos en los que el corazón siente la necesidad de desahogarse en un grito. No importa que los que te escuchan no entiendan nada. Las cosas de tu corazón, sólo tu corazón las entiende. Jesús gritó en su Oración en Getsemaní y volvió a gritar en la cruz. ¿Por qué no han de gritar también nuestros corazones?

El cristiano, misionero por vocación

misioneros de Cristo

El anuncio del Evangelio a todos los hombres no es uno de tantos quehaceres de la Iglesia y del cristiano, es su mandato esencial. La Iglesia puede hacer muchas cosas, pero si no anuncia el Evangelio pierde su propia identidad. El modelo de Iglesia misionera es sin duda alguna la figura de San Pablo.

“Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe, Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio”. (1Co 15,16) La verdadera misión de la Iglesia y su verdadero sentido entre los hombres es precisamente ese “anunciar el Evangelio” a todos los hombres”. “Como el Padre me envió también yo os envío a vosotros”. El último mensaje de Jesús en su despedida el día de la Ascensión fue: “Id al mundo entero y predicad el Evangelio”.

Predicar el Evangelio no puede reducirse ni al pequeño grupo que cada domingo nos escucha ni a ese pequeño grupo que ronda cada día las parroquias. El mensaje es claro. “Id al mundo entero”. La única geografía de la evangelización es la humanidad entera. Es decir, tenemos que salirnos de nuestro pequeño círculo y abrirnos a todos los hombres, porque Jesús no salvó solo a unos pocos sino a todos. Cada vez que celebramos la Eucaristía lo repetimos: “Esta es mi sangre que será derramada por todos los hombres”.

Pablo entendió perfectamente el mandato de Jesús. Por eso no se quedó encerrado en el mundo de su raza, de la que se sentía tan orgulloso, más bien dejó para otros la evangelización de Israel y él se dedicó cuerpo entero a la evangelización de los gentiles. Ni luego se encerró en las pequeñas comunidades que formaba, sino que las dejaba para que ellas mismas se formasen y creciesen y él se iba a formar comunidades nuevas. Pablo no fue el misionero que se sentó en un escritorio, ni se encerró en una comunidad, sino que fue el misionero peregrino por el mundo. Fue él quién abrió la Iglesia a la cultura helénica saliéndose de la cultura judía. No renunció nunca a su sangre, pero tampoco su sangre y su cultura y la religiosidad de su pueblo fueron un obstáculo para hacerse “todo para todos”. El misionero sin fronteras.

Este es el tipo y modelo de misionero que el Papa Emérito Benedicto XVI siempre propuso tanto a la Iglesia universal, como a las Iglesias particulares, como a cada cristiano.

Nos definimos como misioneros

Domund

El Documento Aparecida hablando del compromiso con la misión “ad gentes” nos dice: “Conscientes y agradecidos porque el Padre amó tanto al mundo que envió a su Hijo para salvarlo (Jn 3,16) queremos ser continuadores de su misión, ya que ésta es la razón de ser de la Iglesia y que define su identidad más profunda”.

Además, cita al Papa Emérito Benedicto XVI: “El campo de la Misión ad gentes se ha ampliado notablemente y no se puede definir sólo basándose en consideraciones geográficas o jurídicas. En efecto, los verdaderos destinatarios de la actividad misionera del pueblo de dios no son sólo los pueblos no cristianos y las tierras lejanas, sino también los ámbitos socioculturales y, sobre todo, los corazones”.

Si la razón de ser de la Iglesia es continuar la misión de Jesús, esta también es la razón de cada cristiano y de cada comunidad parroquial. Si la identidad más profunda de la Iglesia es la misión, también será la mejor y más profunda identidad de cada cristiano y de cada Iglesia particular y de cada comunidad parroquial y de cada grupo parroquial.

Lo cual nos está diciendo que nuestra preocupación no puede quedar reducida a la salvación personal de cada uno, sino que tiene que estar marcada por nuestra preocupación por la salvación del mundo entero, la humanidad entera con sus valores y culturas. Además, que ninguna geografía ni ninguna cultura pueden ser razones para anclarnos en nuestro propio mundo y desentendernos de los demás.

Muchas naciones europeas comenzaron de declinar en su fe cristiana cuando se encerraron en sus provincialismos o regionalismos y se olvidaron de abrirse al mundo y a la humanidad universal.

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