Domingo, 4 de diciembre del 2022
“Una voz grita en el desierto”
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Hay muchas maneras de hablar. Unas veces hablamos en voz baja, como para que no escuchen los otros. Otras veces, hablamos en voz alta para que escuchen todos, pero también se puede hablar a “gritos”. Esto lo solemos hacer cuando estamos enfadados o, incluso, cuando no tenemos razón y de alguna manera queremos imponernos a los demás en casa. También se puede hablar a “gritos” cuando sentimos que hay demasiados sordos que no quieren escuchar.
Claro que para que alguien pueda escuchar en el desierto hay que gritar. Juan era el profeta del desierto y tenía que gritar. ¿Sería un grito del enfado? ¿Sería el grito de quien quiere hacerse oír porque está anunciando algo importante? Más bien pensamos que Juan gritaba algo que estaba por acontecer, la gente seguía insensible encerrada en su vieja ley y reacia a la novedad del Mesías a punto de hacerse presente. Había que despertarla de su religión soporífera y carente de ilusión y de esperanza.
No es fácil despertar a la gente cuando ya se ha acostumbrado y habituado a una manera de vivir su fe. No es fácil despertar a la gente cuando el peso del pasado suena más fuerte en su corazón que la novedad de Dios.
Además resulta curioso. Vivimos un momento en el que pareciera que todo lo nuevo nos fascina. Nos fascina la moda. Nos fascinan los nuevos deportes. Nos fascina cada nueva figura de la pantalla que aparece por ahí. Nos fascina romper con todo lo que sabe a pasado. Los padres, empeñados que hacerles creer a los hijos aquello de que “en mi tiempo esto no se usaba”, y los hijos empeñados en reírse de los tiempos mozos de sus padres.
Pero luego, cuando se trata de cambiar algo en la Iglesia, inmediatamente acudimos al escándalo o, incluso, somos capaces de decir “nos están cambiando la religión”, “nos están haciendo perder la fe”. Lo nuevo parece que sólo vale para que todo el mundo se ponga aretes, incluso en la punta de la nariz o para llevar un cuerpo tatuado de arriba abajo, o unos pantalones rotos por la rodilla y con flecos en las piernas. Pero que al párroco no se le ocurra cambiar algo en su parroquia…
Estoy convencido de que, a veces, hay que gritar. Gritar para despertar a los dormidos. Gritar para convencer a los que están somnolientos y no se enteran de que el “reino de los cielos está cerca”. Gritar para que los que se hacen los sordos, se despierten y vean amanecer en sus vidas las novedades de Dios.
Juan, “Palabra y Vida”
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En Juan se da ese encuentro entre la palabra y la vida. Su voz grita, pero también grita su vida. Esa es la diferencia entre Juan y cuantos hablamos de lo que sabemos, pero que no vivimos. Con frecuencia nuestra palabra dice una cosa, pero nuestra vida dice otra.
Hablamos de “conversión”, pero nosotros seguimos igual.
Hablamos de “verdad”, pero la mentira sigue campeando en nuestras vidas.
Hablamos de “los pobres”, pero nosotros seguimos viviendo bien y sin compromiso.
Hablamos de “Dios”, pero en realidad vivimos como si Él no existiera.
Hablamos de “la Iglesia”, pero luego somos los primeros en juzgarla, criticarla y mancharla.
Nos decimos “cristianos” y hasta nos lo creemos, pero cuánto tiene nuestra vida de Evangelio.
La palabra de Juan en el desierto era una voz distinta a la que la gente estaba acostumbrada escuchar… Pero era su vida la que, de alguna manera, hacía de Juan un profeta diferente. Su vestido, piel de camello. Su comida, la única que se encuentra en el desierto.
Nosotros hablamos mucho, pero de nuestras propias ideas, más que de nuestra experiencia de Dios y del Evangelio.
Aquí surge una pregunta demasiado seria para tomarla en broma. La Iglesia habla mucho, pero quién la escucha. ¿No será que su voz nos suena demasiado lejana a nuestras vidas? Demasiadas homilías los domingos y la gente sigue igual. ¿Será que solo escucha palabras y no escucha vida?
No estoy tirando piedras al tejado del vecino. Lo que digo cae sobre mi propio tejado y rompe mis propias tejas.
Educar y formar en la Esperanza
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Hoy se habla mucho de educar en la fe y en la caridad. Pero, ¿alguien se preocupa de formarnos en la esperanza?
Todos sentimos como pecado el tener “dudas de fe”, pero alguien siente como pecado vivir sin esperanza. ¿De qué nos sirve la fe sin esperanza? ¿De qué nos sirve la caridad sin esperanza?
Tenemos que educar a los hijos en la fe y en el compromiso de la caridad. Esto es evidente. Pero necesitamos formarlos también en la esperanza. Una esperanza que no es precisamente para días de sol, sino para días sin luz que a lo largo de la vida serán muchos. Educar en la esperanza implica:
Educar y formar en la confianza en uno mismo, en la fe en uno mismo.
Educar y formar en la seguridad de creer en uno mismo.
Educar y formar en la seguridad de que la fe no siempre será claridad en nuestros caminos, sino que tendremos días en los que los aviones no pueden ni despegar ni aterrizar por falta de visibilidad.
Educar y formar en la lucha por la vida, sin esperar a que todo nos venga de regalo.
Educar y formar en esa confianza de que, por más que no sintamos a Dios, él sigue a nuestro lado luchando con nosotros.
Educar y formar en la fortaleza para afrontar las dificultades y no dejarse hundir con el primer fracaso de nuestra vida.
Pensamos que es un mal método ese criterio de que a los hijos no les falte nada, que disfruten de su juventud, que para eso son jóvenes. Quien de joven no sabe luchar, ¿luchará cuando sea mayor? Quien de joven no carece de nada, ¿cómo reaccionará cuando la vida le prive de muchas comodidades?
Educar y formar en la esperanza es preparar hombre y mujeres con fuerte personalidad para el mañana. No educamos para hoy, educamos para el futuro. Educar y formar en la esperanza es preparar el espíritu para que cuando todo lo veamos negro y sin sentido, al otro lado siempre podremos contar con Dios.
Cristianos de “Raza”
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La fe es algo personal y no algo que se hereda. Nuestra familia puede ser muy creyente y nosotros ser unos incrédulos. Nuestros padres pueden ir todos los domingos a misa y nosotros solo ir cuando hay compromisos sociales.
Esto es lo que Juan les echa en cara a aquellos fariseos y saduceos que se las daban de buenos por la sencilla razón de que tenían por “padre a Abrahán”.
Abrahán fue un hombre peregrino de su fe que salió de su tierra porque sintió la llamada de Dios. Pero ellos son unos hijos instalados en sus tradiciones y en su dios encerrado en el templo.
Abrahán se sintió desinstalado de su tierra y fue capaz de buscar tierras nuevas. Pero ellos preferían instalarse en la tierra segura de la ley resistiéndose a todo cambio.
Nadie vive por la fe de sus antepasados. Este puede ser nuestro problema. Nos bautizaron porque esa era la costumbre en la familia, no porque creyésemos en la nueva vida que engendra en nosotros el bautismo.
Nos casamos por la Iglesia, para complacer a la suegra, por más que luego no volvamos a pisar la Iglesia y nuestro amor esté al margen de toda iluminación sacramental.
Mi abuelo pudo ser un gran cristiano, lo cual no justifica que yo lo sea. La fe nos define personalmente a cada uno. La fe del otro puede ser un ejemplo que nos anime a nosotros, pero nunca suplirá nuestra propia fe. Soy yo el que tengo que creer. Y soy yo quien tengo que vivir mi fe. La fe del abuelo no me sirve para justificar mi incredulidad práctica.
Juan les habla claramente: “Dad frutos de conversión.” “Pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras”. Hasta se atreve a decirles a la cara “¡Camada de víboras!” ¿Quién tiene hoy el coraje de llamar a los cosas por su nombre? Todos preferimos quedar bien con los demás.