Hoja Parroquial

Cuaresma 4 – C | Fraternidad

Domingo, 27 de marzo del 2022

Crisis de fraternidad

crisis de hermandad

La página del Hijo pródigo es de las más bellas del Evangelio, tiene tres sujetos: el Padre, el Hijo menor, el Hijo mayor. Cualquiera de ellos pudiera adueñarse del título: Parábola del Padre. Parábola del Hijo menor. Parábola del Hijo mayor. En ella están en juego tres relaciones fundamentales de la familia: la relación de paternidad, la relación de filiación, y la relación de fraternidad.

De ordinario, siempre leemos esta parábola en clave de Padre-hijo, hijo-Padre. ¿Por qué no la leemos hoy en clave de hermano-hermano, es decir, en clave de fraternidad? Es cierto que hoy vivimos una profunda crisis de paternidad y también de filiación, pero una de las crisis más profundas, al menos a nivel social, es la crisis de fraternidad. Pagola escribe: “La tragedia de un Dios Padre que busca la fraternidad de todos los hombres sin conseguirlo”. Además, añade a modo de comentario: “No es fácil la fiesta final que el Padre desea. Unas veces, es el hijo menor quien se marcha abandonando el hogar. Otras, el hijo mayor que no acepta en casa al hermano que retorna”.

No me atrevería a decir que hoy todo marcha bien entre padres e hijos, entre Dios padre y nosotros sus hijos. Pero ciertamente, donde hoy la cosa no funciona es entre hermanos. Y no funciona, posiblemente, porque antes se ha quebrado la relación “paterna-filial”. Donde no hay padres, tampoco hay hijos, y menos todavía hermanos.

Los padres difícilmente echan de casa a los hijos, pero los hermanos sí. A pesar de que la casa es del padre, son los hermanos los que se excluyen mutuamente de ella. El problema de las familias y el problema social y aún el problema eclesial es un problema de fraternidad. El Padre invita a todos a la misma fiesta y a la misma mesa, pero somos los hermanos los que excluimos los unos a otros.

El hermano mayor se niega a sentarse a la mesa y a participar en la fiesta, en tanto esté en ella el hermano menor. Tampoco el hermano menor parece hacer nada para ganarse al hermano menor. Es el Padre el que tiene que hacer de puente, pero ni aun así logra que los hermanos se acerquen el uno al otro. Preferimos sacrificar el cariño y la alegría del Padre, antes de dar nuestro brazo a torcer. 

Preferimos aguarle la fiesta al Padre antes de tenderle nuestra mano al hermano. Todos nos sentimos a gusto en nuestra relación con el Padre, por más que le excluyamos a sus hijos de la mesa y de la fiesta. ¿Qué fiesta puede celebrar el corazón del Padre, cuando siente vacía la silla del hermano que no quiere sentarse al lado de su hermano? Yo me sentaré a gusto contigo, Padre, pero sácame de ahí a mi hermano. En mi corazón sólo cabe el padre, pero no le dejo sitio a mi hermano. ¿Y pretenderé seguir llamándome hijo tuyo?

Crisis de hermandad eclesial

crisis de fraternidad

Esta crisis de fraternidad se dio en la fiesta y en el banquete del Reino, en el banquete de la gracia y del amor. No es de extrañar que también hoy siga dándose esta crisis de fraternidad en la Iglesia.

Hablamos de la crisis de unidad por causa de las rupturas religiosas: la Iglesia oriental y las Iglesias protestantes. Nadie podrá negarlo. Que es una pena, sí lo es. Es una verdadera lástima que cuantos hoy proclamamos en nuestra fe a Dios como Padre, luego nos neguemos y nos prohibamos sentarnos juntos en la misma mesa. Que no es nuestra, sino la mesa del Padre. Pero de la que nosotros los hijos, nos excluimos como hermanos.

Pero hay otra crisis “excluyente de la mesa”. Tal vez no sea tan visible, es posible que estemos todos sentados en ella, pero sin la comunión de los corazones nos decimos palabras vacías.

Porque dentro de la familia eclesial, existen demasiadas exclusiones: los auténticos y los no auténticos, los fieles a la Iglesia y los que son infieles, los que continúan la tradición y los que se aventuran a cosas nuevas. Decir que eso no existe en la Iglesia es querer engañarse. Mejor dicho, es no atrevernos a decir lo que en el fondo sentimos. Teóricamente todos somos hermanos. ¿Pero lo somos en la realidad? Muchos hubiéramos preferido “Misas para nosotros solitos”, en vez de la “Misa para todos”.

No es problema del Padre, es problema de hermanos. No es el Padre el que quisiera ponernos dos mesas, la una independiente de la otra, somos nosotros los que pensamos en las distintas mesas. Al fin, una mesa sin calor del Padre, sin el calor de los hijos, y sin el calor de los hermanos. Hasta los saludos y las sonrisas nos las guardamos “para los nuestros”. Cada uno baila con la suya y cada uno sonríe a los suyos. ¿Y a esto llamamos la fiesta del Padre?

El largo camino de regreso

el regreso

Es más fácil irse de casa que regresar a ella. Para irse de casa basta perder la cabeza, basta engañar al corazón.  Para regresar hay que entrar uno dentro de sí mismo y hay que tener el coraje de reconocer: “Señor, pequé contra ti”.

Para regresar hay que despertar la fe, hay que volver a creer. Para regresar hay que reencontrarse con el amor, hay que volver a sentir las caricias de unas manos que nos acogen. Nos creemos valientes al marcharnos, pero también hay que ser valientes para volver. Cuando nos vamos salimos solos, pero para volver alguien nos tiene una mano. El regreso lo hacemos acompañados. Creemos ser nosotros los que emprendemos el regreso; pero, en realidad, es el Espíritu Santo el que nos empuja desde dentro. Antes de que nosotros volvamos a encontrarnos con el Padre, él ya se ha encontrado con nosotros. Antes de decirle sí, él ya nos ha llamado desde dentro. “Levántate. Ponte en camino. No tengas miedo. Que al final del camino hay una mesa puesta”.

Tenemos miedo porque hace tanto tiempo que hemos vivido lejos, pero alguien nos dice al oído del alma. ¿Y qué importa el tiempo? Tu tiempo es hoy. Tu tiempo es ahora. Poco importa tu silencio porque yo siempre he seguido siendo palabra para ti. Poco importan tus olvidos porque yo siempre te he llevado en el corazón. Poco importa me hayas dado la espalda porque yo siempre te he estado ofreciendo mi rostro y mi corazón.

Es cierto, tú durante este tiempo no has estado en casa, pero yo te he seguido por dondequiera que has ido. Más he sentido yo tu vacío, que tú mi ausencia. Más me han dolido a mí tus ingratitudes que a ti mis bondades. Pero no importa. Soy tu Padre. Aquí estoy. Tú tienes la capacidad del olvido. Yo sólo tengo la capacidad del recuerdo. Aquí me tienes. Aquí estoy. Sólo tengo una cosa que hacer. ¡Esperarte! Sólo espero una cosa. ¡Celebrar tu llegada! No tengas miedo, hijo. Vuelve a casa. Regresa. Juntos volveremos a comenzar. Juntos volveremos a ser amigos.

Yo pecador, me confieso

la confesión

La parábola del Hijo pródigo se presta a una visión del sacramento de la penitencia. En ella tenemos que andar los mismos caminos:

Primera experiencia: Me confieso de haberme ido de casa. Un día las cosas fueron más fuertes que yo y me arrastraron. Pensé que la felicidad estaba fuera de casa, lejos del Padre. Fue preciso entrar dentro de mí, tomar conciencia de que mi vida olía demasiado a chanchería y deseé vivamente un vestido limpio.

Segunda experiencia: Me da miedo el regreso. Con lo fácil que me fue decir adiós a mi Padre, ¡qué difícil me es ahora volver a casa! Para salir, los caminos me parecían fáciles. Para regresar, todos los caminos se llenan de dificultades.

Tercera experiencia: “Padre, he pecado contra ti…”. Reconozco, Padre, que fui un tonto. Me dejé llevar de mil falsas ilusiones. Hoy regreso con el corazón vacío pero con ganas de llenarlo de nuevo.

Cuarta experiencia: “Bienvenido a casa, hijo, déjate de discursos”. Para que nos perdone, nosotros nos inventamos un sin fin de discursos y de explicaciones. Y el Padre Dios, nos tapa la boca. Cállate. Cambia de ropa. Ponte vestido nuevo. Que te pongan un anillo y unas sandalias nuevas sin estrenar. Y el mejor perfume, porque hueles mal a chancho.

Quinta experiencia: “Hagamos fiesta”. Yo no me imaginaba que el recibimiento fuese así. Mi Padre se pasa. Le fallé. Lo olvidé. Le hice sufrir. No quise saber más de él. Ahora quiere ahogar mi vergüenza con la alegría de una fiesta. Mi Padre ha revivido y yo con él.

Sexta experiencia: “Ese hijo tuyo… y ahora le haces fiesta… a mí ni un cabrito”. Ahí está el paso difícil. Es fácil pasar por el corazón del Padre. Ya no es tan fácil pasar por el corazón del hermano. El Padre celebra fiesta. Mientras tanto el hermano se escandaliza. Se niega a entrar en la fiesta. Prefiere un cabrito con los amigos que una ternera en la casa del Padre celebrando al hermano vivo. Esa es la realidad, aún no hemos logrado integrar a los hermanos en la fiesta de la reconciliación. Sigue siendo la fiesta de los solitarios.

El pecador no tiene problemas con el Padre, los tienen con sus hermanos. Hay que convencerse de una cosa: el corazón de los hijos no llega nunca a ser como el del Padre. Prefiero encontrarme con el Padre que con mi hermano. Por eso estamos llamados a convertirnos todos en “padres”.

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