Domingo, 19 de mayo del 2024
El motor del carro
Hoy celebramos la Festividad de Pentecostés, una fiesta central en la liturgia del año, y recordamos al Espíritu Santo. Hace unos años se escribía y hablaba mucho del Espíritu Santo como “ese gran desconocido en la Iglesia”, incluso no sé si se podrían firmar del todo aquellas palabras de San Pablo VI cuando, en su tiempo, decía: “el Espíritu Santo es poco conocido por nuestra cultura religiosa, poco anunciado por nuestra catequesis, poco honrado por nuestra piedad, poco estimado por nuestra espiritualidad”.
Desde que San Pablo VI dijo estas frases, creo que las cosas han cambiado, sino del todo, al menos hay un giro de dirección. En los últimos años han surgido distintos movimientos carismáticos que tienen como centro al Espíritu Santo. Tal vez sean todavía círculos reducidos, pero ahí están como un fermento. La misma teología y espiritualidad esta hoy mucho más preocupada por el Espíritu Santo, sobre todo, creo que se va creando toda una mentalidad dentro de la Iglesia en torno al Espíritu Santo como alma, animador y motor de la Iglesia.
Antes se llevaban medallas y escapularios de todas las Vírgenes y santos. Hoy, ya son muchos los cristianos que llevan ese símbolo tradicional de la Iglesia de representar al Espíritu Santo, la palomita.
Recuperar la experiencia del Espíritu Santo en la Iglesia es recuperar el motor de la Iglesia, porque Él es para la Iglesia lo que el motor es para el carro. El carro puede ser bonito, ser de una gran marca, tener un color maravilloso, ser elegante y de líneas aerodinámicas, como suelen decir, pero si le falta el motor, sólo sirve de adorno. El motor es el alma del carro, sin él el carro no anda.
Lo mismo le sucede a la Iglesia. Puede tener una gran organización, puede tener maravillosos templos, puede organizar grandes manifestaciones, pero si el Espíritu Santo no es el que anima la organización y las estructuras, los templos y las manifestaciones, todo queda en pura hojarasca. Sin el Espíritu Santo, la Iglesia carece de alma y queda en pura organización.
Sin el Espíritu Santo, somos cristianos sin alma. Por eso, recuperar la figura del Espíritu Santo es volver a comenzar a vivir y, sobre todo, es comenzar a vivir al ritmo de Dios en la historia. Sin el Espíritu Santo, la Iglesia pierde su espíritu misionero tal como comenzó el Día de Pentecostés. Finalmente, sin el Espíritu Santo, la doctrina de la Iglesia queda en bonitas ideas, en teologías, pero no en vida.
Secuencia del Espíritu Santo
Ven, Espíritu Santo,
manda tu luz desde cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, de tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos:
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.
Amén.
Leer la Biblia bajo la inspiración del Espíritu Santo
Hoy se lee mucho la Biblia. Y cuando lo hacemos en grupo solemos hacer una pregunta que puede prestarse a equívocos: ¿Qué te dice este texto? En realidad debiéramos preguntarnos “¿Qué te inspira el Espíritu Santo a la luz de este texto?”. Porque el verdadero traductor de la Biblia es el mismo que la inspiró.
Hay técnicos en Sagrada Escritura que se dedican a traducir los textos originales en nuestras versiones actuales. Sin embargo, el que traduce la Biblia como vida en nuestros corazones es el Espíritu Santo. Él la inspiró a los Escritores sagrados y Él la inspira ahora a cada uno cuando la leemos.
Por eso, cuando leemos la Palabra de Dios y decimos: “A mí no me dice nada”, tendríamos que preguntarnos cómo la leemos, a la luz de qué la leemos. ¿Acaso invocamos al Espíritu Santo antes de leerla? ¿Nos abrimos a sus inspiraciones al leerla? Sin la luz del Espíritu Santo, los Evangelio son letra muerta en un libro. Sólo Él es capaz de convertirla en letra viva y de vida.
Algo parecido nos sucede con la oración. El mismo San Pablo nos dice que nosotros no sabemos pedir y que por eso “el Espíritu Santo ha sido derramado en nuestros corazones y allí grita con gritos inenarrables”. Es el Espíritu Santo el que ora en nosotros.
Antes de tomar grandes decisiones, debiéramos escuchar dentro de nosotros la voz del Espíritu e invocarlo. Él nos dará el don de “fortaleza”, que es el don del coraje, de la valentía y la decisión. El que vence nuestros miedos e indecisiones. El que vence nuestras cobardías. El que hoy escribe de nuevo la Palabra de Dios en nuestros corazones. Por eso, de alguna manera, también nosotros debiéramos ser como una “Biblia viva”, “como una historia de salvación escrita en nuestros corazones”.
Ayudar a Dios
Y ayudarle a crear al hombre. Esa es la lectura de uno de los Midrashs. Cuando Dios dice “hagamos al hombre” no está hablando con los ángeles, sino del hombre mismo que quiere crear. Por eso, cuando dice “hagamos al hombre”, quiere decir: “hagamos entre tú y yo al hombre”. “Ayúdame a crear del todo al hombre”.
Porque cuando Dios crea al hombre, lo crea como en una especie de nacimiento. Pero el hombre está llamado a crecer, desarrollarse. Está llamado a ser “hombre de verdad”, “hombre pleno”.
Pero esto no lo puede hacer Dios sin la colaboración del hombre. El hombre es el ayudante de Dios para lograr el hombre de verdad. Como dice San Agustín: “Quien me hizo sin contar conmigo, no me salvará sin mí”. Dios puede crearme sin mi permiso, pero no puede realizarme, llevarme a mi plenitud sin contar conmigo. Dios tiene poder creador, pero el hombre tiene un tremendo poder de resistencia impidiendo que Dios continúe con su obra en él.
Dios es autor del hombre, pero el hombre es coautor con Dios. El hombre llegará a su plenitud con la ayuda de Dios y la colaboración del hombre mismo. Dios y el hombre trabajan juntos en mí. Dios y el hombre trabajan juntos día y noche para que yo llegue a ser el hombre que Dios pensó y que el mismo hombre quiere ser.
El pecado se da cuando el hombre se crea a sí mismo, por sí mismo, prescindiendo de Dios.
El santo es el hombre que une sus esfuerzos a los de Dios para trabajar juntos y en armonía.