Domingo, 14 de abril del 2024
Nuestras manos y nuestros pies
¿Cómo reconocen los demás que realmente creemos en el resucitado y hemos resucitado con Él? Jesús, ante el desconcierto de los suyos, les muestra como testimonio de su identidad las manos y los pies: “Mirad mis manos y mis pies”.
“Mirad mis manos”. Manos que se abren para tocar a los enfermos y levantarlos. Manos que se tienden incluso a los que no le reconocen. Manos que se tienen a todos. Por eso son manos con las señales de la crucifixión.
“Mirad mis pies”. No soy de los que me pasé la vida sentado esperando a que los demás vinieran a buscarme. Son pies que huelen a polvo y a caminos. Son pies que huelen a cansancio de tanto andar buscando lo que se había perdido. Son pies que huelen a sangre y a clavos y a cruz.
El cristiano tendría que mostrar sus manos para que en ellas los que no creen descubran el Evangelio de la amistad, el Evangelio del amor, el Evangelio de la ayuda al hermano. Así como el obrero muestra sus manos para que palpemos la dureza del trabajo y de la lucha por la vida, el cristiano debiera mostrar sus manos con las “llagas del dar”.
El cristiano también tendría que mostrar sus pies cansados no de estarse quieto, sino de salir al encuentro del hermano, al encuentro del que está lejos. Pies que caminan llevando el Evangelio de puerta en puerta o que caminan lejos adonde nadie quiere ir ni llegar. En síntesis, pies de misionero, pies que huelen a polvo de los caminos o a ampollas de tanto caminar.
Cuando nos presentemos delante del Señor, ¿qué le mostraremos? ¿Le podremos mostrar nuestras manos y nuestros pies de cristianos resucitados?
¿Por qué dudo de la Iglesia?
Para muchos la respuesta pudiera parecer muy simple y fácil. Dudo de la Iglesia porque la veo pecadora. Dudo de la Iglesia porque tiene un rostro de demasiadas riquezas. Dudo de la Iglesia porque no responde a lo que el Evangelio pide de ella.
Todas esas razones pudieran parecer válidas y hasta razonables. Sin embargo, dudamos de la Iglesia por algo mucho más profundo. Dudamos porque no logramos ver el verdadero corazón de la Iglesia. Dudamos porque la vemos demasiado desde afuera, desde su corteza, y nos cuesta meternos dentro de ella misma donde está su verdadera razón de ser. La Iglesia no es una institución como pueden serlo nuestras instituciones sociales. Al fin y al cabo, la Iglesia tiene mucho de institución, pero la Iglesia es más que una institución. Es un misterio de gracia cuyo centro está en la presencia de Jesús y cuyo dinamismo es el Espíritu Santo.
Si a Jesús no podemos entenderle con la simple razón, tampoco a la Iglesia. El misterio no se entiende con la razón, sino con la fe. Quedarnos en la periferia y no meternos dentro de ella es renunciar a comprenderla.
La institucionalidad es algo que la Iglesia necesita, pero ella es más que su institucionalidad. La institución es como el vestido de la Iglesia, pero el cuerpo que está dentro es otra realidad muy diferente, es el misterio. Sólo que el misterio de la Iglesia se reviste de lo humano para hacerse visible a los hombres. ¿Quién vería a Jesús sin su naturaleza humana, sin un cuerpo como el nuestro? Podemos cambiar de estilos o formas institucionales, pero no podremos cambiar el alma y el corazón de la Iglesia que es el misterio de Jesús en ella y la animación del Espíritu Santo.
Cristianos que comparten su fe
Siempre que hablamos de compartir estamos pensando en el pan, el dinero, en las cosas. Es cierto que las cosas que no se comparten terminan encerradas en el egoísmo personal o grupal o de clase social.
Pero el Evangelio de hoy nos habla de otro compartir más importante y algo que todavía nosotros no creo que hemos aprendido, compartir nuestra experiencia del Evangelio y de Jesús. Los discípulos de Emaús, de regreso a Jerusalén están hablando de su experiencia por el camino y de cómo le reconocieron al partir el pan. Es precisamente en ese momento que se les aparece Jesús.
Se nos ha enseñado a vivir nuestra fe, pero no a compartir nuestra experiencia de fe con los demás.
Los Sacerdotes explicamos mucho el Evangelio, pero hablamos muy poco de cómo vivimos nosotros mismos este Evangelio. Las dificultades que tenemos de nuestro camino de fe. Creo que es una gran carencia en nuestras homilías que son demasiado intelectuales o teóricas, pero poco experienciales.
Los padres de familia mandan sus hijos a la catequesis, pero luego hablan muy poco con sus hijos de cómo viven ellos su fe. Los problemas que han tenido, cómo la han mantenido viva o cómo lograron superar sus crisis.
En las reuniones de los grupos hablan de generalidades, pero hay muy poca comunión de experiencias personales. Hablan de todo. Hablan del Evangelio, hablan de la Iglesia, pero hablan poco o nada de cómo lo están viviendo ellos. ¿Quién comparte sus dificultades para creer y vivir su fe? ¿Quién comparte sus debilidades y flaquezas? ¿Qué pareja comparte cómo viven ellos la experiencia de Jesús en su matrimonio?
Sin embargo, el Evangelio de hoy termina con una frase interesante: “Vosotros sois testigos de esto”. Tenemos demasiadas ideas, pero escuchamos pocas experiencias de nuestro camino, de nuestro encuentro y de cómo nosotros le conocemos “al partir el pan” cada día o cada domingo.
Repasando la lección
Las apariciones pascuales de Jesús terminan siendo pequeñas catequesis a la comunidad cristiana. Pero hay una que pareciera como una especie de “repaso de la lección”. Por tres veces, de manera explícita, Jesús quiso que entendiesen el misterio de su muerte y resurrección. Ellos se mostraron siempre de cabeza dura para entenderlo. Ahora, sufren las consecuencias. Una de las razones del desconcierto de la Pasión, Muerte y Resurrección estuvo precisamente en no haber querido aceptar las explicaciones con las que Jesús quería hacérselo entender.
Es por ello que, ahora, vuelve constantemente a reiterar la misma explicación. Lo hizo con los dos de Emaús y lo vuelve hacer ahora. “Estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día…”. Hay verdades que son esenciales. Verdades sin las cuales todo el resto carece de sentido. Y en la base de nuestra fe y de nuestra vocación cristiana de Iglesia hay algo que tiene que quedar bien claro: Jesús tenía que morir y resucitar. Si olvidamos esto o, si rechazamos esto, nos quedamos sin piso. Nuestra fe se queda sin una base sólida.
La Iglesia tendrá que repasar constantemente esta lección de Jesús. Se podrán olvidar otros detalles, pero la Iglesia nunca podrá olvidar ni la Muerte ni la Resurrección de Jesús. Sin ese fundamento, la Iglesia se debilitaría en su misma consistencia. Hay olvidos que pueden ser mortales, hay olvidos que pueden significar la muerte y hay recuerdos que son vida. Por eso Jesús mismo nos dejó el gran mandamiento: “Haced esto en memoria mía”. Esto no se puede olvidar sin exponer a la misma Iglesia a un empobrecimiento de su ser y misión.