21 de junio del 2020
“No tengáis miedo”
se acabó el miedo
Jesús nos conoce demasiado bien y sabe que, a pesar de nuestras bravuconadas, nos morimos de miedo. Nuestra vida está llena de miedos.
El miedo comienza por una falta de confianza en nosotros mismos y termina, claro está, en falta de confianza en Dios. Lo peor todavía es cuando le tenemos miedo a Dios porque no me digan que no le tenemos miedo a Dios, si desde niños lo primero que nos enseñaron fue tenerle miedo a los fantasmas. En mi tierra se decía “cuidado con los saca mantecas”. Nunca entendí quiénes eran. Pero más o menos se trataba de unos fantasmas que nos sacaban no sé que cosas de la barriga. Y en relación con Dios, siempre nos han inspirado más miedo que amor: “que si te portas mal Dios te va a castigar”, “que si te portas mal Dios te va a condenar”.
Bueno, yo no sé que edad tendrán ustedes, pero aquellas predicaciones del infierno que yo escuchaba cuando era niño eran como ponerle a uno los pelos de punta. Por eso Dios era como otro fantasma, no sé si saca mantecas pero ciertamente era alguien que estaba a la caza de que hiciésemos algo mal para meternos al infierno.
Menos mal que Jesús nos dice otra cosa. No quiere gente que tenga miedo, sino que tenga plena confianza en Dios porque nosotros valemos más que un triste gorrión y hasta nuestros cabellos están contados. Claro que los calvos no sé cómo se las arreglarán.
Nos tenemos miedo a nosotros mismos porque vivimos pendiente siempre del qué dirán los otros. Vivimos pendientes de nuestra imagen delante de los demás. Vivimos con miedo a ser nosotros mismos.
Vivimos con miedo ser lo que tendríamos que ser porque, claro, tendríamos que renunciar a demasiadas cosas que llevamos pegadas a la piel del alma.
Vivimos con miedo a dar testimonio del Evangelio delante de nuestros amigos porque nos van a tener por unos beatos o unos fanáticos.
El miedo, ¡cuánto paraliza nuestro espíritu! El miedo nos impide mirar con ojos limpios al futuro. ¿Y si me pase esto o lo otro?
Jesús nos invita a no tener miedo a nada. Por supuesto, a no tener miedo a Dios, que es nuestro Padre y nos ama como hijos. A no tener miedo a los hombres que, al fin y al cabo, pueden hacernos perder nuestra imagen ante los demás, y hasta pueden matar nuestro cuerpo, pero nunca podrán matar ni nuestras ideas, ni nuestros ideales ni nuestras almas.
No tener miedo a nosotros mismos
se acabó el miedo
En el fondo es nuestro primer gran miedo. Tenemos miedo a ser lo que tenemos que ser. Tenemos miedo a comprometernos a fondo con nuestro bautismo, porque eso exige una coherencia de vida.
Tenemos miedo a comprometernos a fondo con nuestra fe, porque nos obliga a ser lo que creemos y no lo que esperan de nosotros los demás.
Tenemos miedo a decir no cuando todos dicen sí. ¿Acaso no tienen miedo a renunciar a una copita más que sabes te va hacer daño, pero que los demás insisten y si no lo haces se van a reír de ti?
Tenemos miedo a ser santos, debido a que ser santo nos impide vivir la vida fácil de cada día. Eso de la santidad lo vemos como un reto y un desafío que nos haría ser distintos y diferentes al resto. ¿Y quién tiene el coraje de ser distinto, cuando lo más fácil es ser como todos?
Tenemos miedo a tener ideales que nos exigen esfuerzo y espíritu de superación, y nos obligan a salir del montón.
Tenemos miedo a crecer porque preferimos vivir siempre dependientes de lo que dicen y piensan los otros. Preferimos seguir siendo los eternos niños para que otros decidan por nosotros.
¿Hay alguien que no se tenga miedo a sí mismo, a sus retos y a sus desafíos? Si alguien tiene dudas que se pregunte con sinceridad: ¿eres capaz de ser libre de verdad frente a tus instintos, frente a lo que hacen todos los demás?
La Fe nos hace valientes
valor
Cuando uno tiene una fe auténtica y verdadera se fía de Dios y no hay nada que lo detenga. Jesús pasó por esa experiencia. Cuando los Evangelios Sinópticos nos describen la Oración del Huerto utilizan unos términos tremendos: sintió pavor, tedio, asco, miedo y tristeza. Sin embargo, se atreve a decir “pero no se haga mi voluntad sino la tuya”.
Los mártires no eran ningunos masoquistas que les gustase el dolor o que fuesen unos aburridos de la vida que deseaban la muerte. Sin embargo, su fe en Dios los hizo más fuertes que la misma muerte. Algunos, hasta se tomaron la libertad de tomar el pelo al que les iba a dar la muerte. Recordemos a Tomás Moro a quien el verdugo le cortó la cabeza de un hachazo. Mientras le colocaba el cuello sobre el cepo, él le dijo al verdugo: “Le pido un favor. No estropee mi cabellera cuando me corte la cabeza”. Dicen que Tomás Moro tenía una hermosa cabellera.
Y de San Lorenzo quemado en la parrilla, se gastó el humor de decirle al que lo estaba asando vivo: “¿No podía darme la vuelta porque esta parte creo que ya estoy asado?”.
Diremos que son casos extremos… y lo son. Pero hay otros muchísimos casos menos espectaculares, pero no menos reales. “Yo podía hacerme rico manipulando la contabilidad, pero prefiero mi pobreza a sentirme sucio en mi conciencia”. Puede que tú seas uno de ellos. Es que la fe no es creer en verdades frías y abstractas, sino un fiarme de Dios, un poner toda mi confianza en Él y un saber que Él vale más que nuestra propia vida.
No tener miedo a Dios
Dios
No lo decimos, pero en el fondo de nosotros mismos llevamos un cierto miedo a Dios porque tenemos miedo a sus exigencias.
Tenemos miedo a lo que pueda pedirnos.
Tenemos miedo a que limite nuestra libertad.
Cuando en realidad, el Dios de nuestra fe, es el Dios de la libertad.
Es el Dios del amor, del perdón, de la comprensión y la misericordia.
“Padre hace tanto que no me he confesado porque hice no sé que cosas y tenía miedo a que Dios me castigara”. “Me daba vergüenza”. Bueno, que sientas vergüenza de ti mismo se comprende, pero la vergüenza delante de quien está deseando limpiarte y dejarte como nuevo y recién estrenado…
Dios no nos quiere obligados. Dios nos quiere libres.
Dios no quiere gente que le siga por miedo, sino que le siga por amor.
“El que quiera seguirme…” El que quiera, el que no quiera que se quede.
Muchos fueron los que se ofrecieron a seguirle y, luego, cuando vieron las exigencias, se echaron atrás. Jesús sintió pena, pero los dejó ir. ¿No te parece extraño que el padre del hijo pródigo dejase irse de casa tan fácilmente a su hijo? Pues si no quería estar en casa y se sentía mejor yéndose, el padre no le retuvo.
¿Tener miedo a la confesión? Entendámonos, ¿alguna vez Dios te ha condenado y castigado cuando reconoces tu pecado? Al contrario, Él mismo dice que hace fiesta.
Lo más curioso, te confiesas y Dios te perdona. Pero tú sigues recordando lo que ya no existe más que en su cabeza porque Dios lo ha dicho muy claro: “sepultaré tus pecados”, “echaré tus pecados al fondo del mar”.