Hoja Parroquial

Domingo 22 – C | Status

Domingo, 28 de agosto del 2022

¿Quién nos dirá que “subamos más arriba”?

Domingo, 28 de agosto del 2022
- ¿Quién nos dirá que "subamos más arriba"?
- La mejor dignidad, renunciar a las dignidades
- El compartir se aprende
- El mejor pan, el compartido
status social

La vida social es una lucha por subir más arriba. Claro, todo el que quiera subir tiene que estar expuesto a que los de abajo se le cuelguen y le jalen hasta el suelo. Es la eterna lucha de las personas, de los pueblos. Todos empeñados en estar en lo alto, nadie resignado a quedarse abajo.

Me resulta curioso cuando en ciertos programas de Discovery Channel veo cómo los machos marcan su territorio y como se pelean por marcar superioridades. Hasta los animales sufren el mal de “la altura” o enfermedad de la “superioridad”.  Para ello necesitamos pelearnos, enfrentarnos y excluirnos los unos a los otros. El vencido se retira humillado y resignado.

Buscamos superioridades en el trabajo. Buscamos superioridades en la política. Buscamos superioridades, ¡es increíble!, hasta en el propio hogar. ¿Acaso muchos de los problemas en la familia no residen en que “me quitaste autoridad”, “yo aquí no soy nadie”, “tú te has ganado los votos de los chicos”?

Todo lo contrario acontece con Dios. Comenzando por Él mismo que “se rebajó hasta hacerse uno cualquiera”. “Se rebajó hasta la muerte y una muerte de Cruz”. Lo maravilloso de Dios es que “Él se rebaja” para levantarnos a nosotros. Dios no compite los primeros lugares, pero trata de que el hombre se sienta digno de ellos.

Una de las figuras más simpáticas para mí es ver cómo el papá sube al hijito a sus hombros. El grande queda abajo como pedestal y el chiquito se siente grande subido a las alturas de los hombros de papá. ¿Por qué lo hacemos sólo con los chiquitos? ¿Por qué no hacemos lo mismo con el resto de la gente?

La misma Virgen María, en su Magnificat, confiesa que Dios hizo cosas grandes en ella, la “exaltó”. Dios levanta a los pequeños y humilla a los grandes. Dios levanta a los caídos y no los aplasta contra el suelo. ¡Qué lindo sería el mundo el día que nos dediquemos a levantar a los demás rebajándonos nosotros para que ellos destaquen más!

La mejor dignidad, renunciar a las dignidades

el servicio

Tenemos miedo a decirnos nuestras verdades. Es más fácil hablar de los demás que hablar de nosotros mismos. Tenemos miedo a la autocrítica. Nos hemos hecho una imagen de Iglesia sin defectos, de una Iglesia santa, y luego, cuando vemos ciertas infidelidades nos las callamos. El mejor signo de la verdad es no tener miedo a la verdad. El mejor signo de autenticidad es la capacidad de vernos como somos en nuestra verdad.

Hemos revestido la autoridad con ese halo de “servicio” que luego cerramos los ojos cuando descubrimos demasiadas “vocaciones para ostentar títulos y pergaminos”.  No hacemos ningún favor a la Iglesia escondiendo sus deficiencias, tampoco le hacemos favor alguno con nuestras murmuraciones y críticas. Ni el ocultamiento ni la crítica malsana curan a la Iglesia. La Iglesia se cura y se sana con ese sentido cristiano de la caridad capaz de reconocer nuestras debilidades.

Eso no lo podemos ocultar. Por mucho que callemos, también entre nosotros se buscan los primeros lugares. Será muy humano, de acuerdo, pero eso no lo hace más evangélico. Se dice de nuestro religioso pasionista el P. Bernardo María que se filtró que querían darle una dignidad eclesiástica, se escapó de Italia y se escondió en un Convento de España a la espera de que pasase el temporal. Nadie sabía dónde estaba. Nunca fue nada, pero fue santo.

La verdadera dignidad está no en tener dignidades, sino en renunciarlas. ¿Que son “servicios”? Ojalá que sirvan para algo. ¿No sería un buen servicio renunciar a ellas? No podemos esconder la verdad de nuestro corazón. El corazón humano es muy traicionero. Tiene una gran sensibilidad a ese tufillo de las alturas. ¿Acaso el tuyo yo? ¿Acaso el mejor servicio no es el servir a todos sin ese título que lo acredita a uno? En la historia de la Iglesia, duele el decirlo, no siempre todo ha sido trigo. Por algo el Concilio Vaticano II dice que la Iglesia que “está siempre renovándose”.

El compartir se aprende

compartir

El compartir no nace espontáneamente, necesita de aprendizaje.

Algo que se precisa aprender desde niño. Es difícil ser generosos cuando se nos ha enseñado a ser egoístas. Es difícil saber compartir, cuando uno ha vivido en un ambiente donde todos hablan de “lo mío”, y nadie dice “lo nuestro”.

Recuerdo que cuando estaba en el período de formación en el seminario y luego en la vida religiosa, teníamos prohibido hablar de lo “mío”, todo era “nuestro”. Yo no sé si estábamos muy convencidos de ello, pero a la larga se va creando una mentalidad espontánea. Recuerdo que, en una ocasión, alguien dijo: “Todo es nuestro”, entonces también habrá que decir: “Los pecados tampoco son míos, sino nuestros”.

Una de las tareas de la familia sería crear un clima del compartirlo todo. Enseñar a los niños a que compartan sus juguetes, compartan sus caramelos, compartan el televisor, compartan incluso sus ropas, hasta donde sea posible.

Conozco una familia, tiene dos chicas ya adolescentes. Sus tremendos problemas se dan cuando una, sin permiso se pone la chompa de la otra. Ahí se arma la de San Quintín. Fuera de eso, me dicen, son un encanto. Un encanto que no comparte. Un encanto de egoísmo.

Cuando educamos en el “egoísmo de lo mío”, luego será difícil que más tarde nos destaquemos en la generosidad de “lo nuestro”. Una educación en el “tener” difícilmente se convierte en una actitud del “dar”.

El mejor pan, el compartido

compartir el pan

Creo que fue Gandhi el que dijo:
“El pan que tenía el mejor sabor,
era el pan compartido”.

La mejor alegría, la compartida.
La mejor vida, la compartida.
La mejor esperanza, la compartida.
El mejor vino, el compartido.
La mejor mesa, la compartida.
El mejor amor, el compartido.
El mejor sol, el compartido.
Las mejores vacaciones, las compartidas.
La mejor casa, la compartida.

El mejor pan, el que se comparte.
Es el pan que sabe mesa.
Es el pan que sabe a alegría familiar.
Es el pan que sabe a esfuerzo y a sudores.
Es el pan que sabe a molino, harina y masa.
Es el pan que huele a horno.

Lo que se comparte, se rescata del pecado.
Lo que se comparte, se rescata del egoísmo.
Lo que se comparte, se condimenta de amor.
Lo que se comparte, se condimenta de generosidad.
Lo que se comparte, huele a “Eucaristía”.

“Este es el pan que será entregado”.
“Esta es la sangre que será derramada”

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